sábado, 5 de julio de 2025
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Opinión

Marx, dominación y realidad

La Revolución Industrial fue una etapa que estuvo marcada por cambios intensos y acelerados que transformaron la vida de las personas. La forma de trabajar, producir, vivir, y, sobre todo, de encontrar un lugar en medio de todo ese proceso, representó un gran desafío para la sociedad. En ese tiempo, no solo se modificó la economía, sino también la manera de entender el nuevo modelo capitalista.

En este contexto, aparece Karl Marx, uno de los pensadores más influyentes del siglo XIX, filosofo, economista y agudo crítico de lo que en aquella época se había convertido la sociedad industrial. Uno de sus principales cuestionamientos surgió al percatarse de las condiciones de explotación que padecía la clase trabajadora, sometida al nuevo orden económico basado en el sistema capitalista. Fue con Marx que obtuvimos un legado lleno de cuestionamientos sobre las desigualdades en la sociedad, y gracias a sus ideas fue que surgieron movimientos sociales que impulsaron mejores condiciones de trabajo y leyes más justas. Su crítica al sistema permitió que usáramos una herramienta poderosa, la conciencia social de clase, algo que jamás debemos permitir que se utilice para otros fines.

En sus escritos, Marx rara vez abordó cual sería la mejor forma de gobierno. A diferencia de otros pensadores, nunca mostró un interés claro por clasificar los tipos de gobierno, ni por desarrollar una teoría política basada en estructuras formales. Para Marx, el Estado no representa el bien común, en contraste a la reflexión que hemos escuchado a través de la historia, por ejemplo: de Platón —el fin del Estado es la justicia—, Aristóteles —el bien común—, Rousseau —la libertad y el bien común—, entre otros. Marx desarrolla una concepción crítica del Estado basado en dos elementos clave: en primer lugar, que el Estado es una superestructura que refleja las relaciones sociales determinadas por la base económica; y, en segundo lugar, que el Estado es el instrumento de la clase dominante, utilizado para preservar su poder, y no para garantizar la justicia ni el bienestar general.

 De lo anterior podemos resaltar que, para Marx, el Estado no está hecho para ayudar a todos por igual, sino para proteger los intereses de quienes controlaban en un momento determinado la economía. Por ello, mientras exista desigualdad en la forma de producir y trabajar, el Estado continuará defendiendo a unos pocos. Para ilustrar esta idea, Marx recurre al ejemplo de lo que llamó: “bonapartismo”, concepto desarrollado en su ensayo político “El 18 Brumario de Luis Bonaparte”. En ese texto analiza los hechos ocurridos en Francia entre 1848 y 1851, que culminaron en un golpe de Estado encabezado por Luis Bonaparte —sobrino de Napoleón Bonaparte—, quien terminó autoproclamándose emperador bajo el nombre de Napoleón III. En el caso del bonapartismo, la burguesía, —al temer perder sus privilegios frente al avance popular— aceptó por conveniencia que Luis Bonaparte tomara el poder absoluto, incluso si eso significara una dictadura. Aunque Luis Bonaparte se presentó como defensor del pueblo, en realidad mantuvo intacto el sistema que favorecía a las clases dominantes, disfrazando sus intereses como si fueran unidad nacional.

Los principios del pensamiento marxista parten de la idea de que la historia humana ha sido orientada por la lucha de clases, la cual surge de la forma en que se produce y distribuye la riqueza. Para Karl Marx, el capitalismo engendra explotación, ya que los trabajadores venden su fuerza de trabajo, mientras unos pocos —los dueños de fábricas, tierras o bancos— controlan los medios de producción. El Estado —decía Marx— no actúa como una institución neutral, sino como un instrumento de la clase con mayor capital —unos pocos—, diseñado para proteger sus intereses. Desde la visión del socialismo científico, Marx sostenía que cuando los trabajadores toman conciencia de su condición, pueden organizarse colectivamente y transformar el sistema en una sociedad sin clases, ni Estado, donde la producción y distribución de la riqueza estén al servicio de todos, y no de unos cuantos.

Marx predijo la caída y destrucción del capitalismo debido a sus contradicciones internas y crisis económicas, tras lo que surgiría un periodo de transición en donde la clase trabajadora —el proletariado— tomaría el control del Estado. El objetivo era eliminar las estructuras de dominación, desaparecer las clases sociales y, con el tiempo, disolver el Estado mismo. Ese proceso lo llamó “la dictadura del proletariado”, una etapa necesaria para alcanzar una sociedad comunista, sin clases, ni sumisión. Pero, ¿Qué pasó en la práctica? El Estado no cayó, ni desapareció. Fue reemplazado por una élite que aseguraba gobernar en nombre del pueblo, mientras el proletariado continuaba siendo engañado, utilizado y oprimido, ahora no por los capitalistas, sino por el propio Estado. Lejos de ser liberado, el trabajador fue otra vez sometido a un control aún más rígido, ahora sin defensa sindical, ni mecanismos de participación. El sueño marxista terminó siendo una nueva forma de dominación, más igualitaria, pero igual de opresiva.

En resumen, Marx no ofreció una receta detallada de cómo debía funcionar una sociedad. Su profunda convicción era que, para romper con dicha dominación, el pueblo debe gobernarse a sí mismo sin depender de una autoridad que termine oprimiéndolo. Lo cual, desde mi perspectiva resulta difícil —si no imposible— de alcanzar. Una sociedad sin clases sociales podría sonar justa, pero sigue siendo una Utopía, el Estado no podría sobrevivir mucho tiempo sin llegar a la anarquía. En efecto, no debemos olvidar que Marx vivió en una época donde la explotación laboral era brutal, no existía una jornada de trabajo definida, se empleaban niños, y los trabajadores carecían de derechos básicos. La Revolución Industrial trajo progreso técnico, sin duda, pero también miseria para muchos. En ese contexto, su crítica al sistema capitalista y al papel del Estado como defensor de los intereses de la clase dominante era comprensible, e incluso necesaria.

Por otra parte, el mundo ha cambiado profundamente. Hoy existen constituciones, derechos humanos, leyes laborales, sindicatos, instituciones de salud para los trabajadores y un marco jurídico que protege los derechos de los trabajadores. En este nuevo entorno, la lógica de Marx ya no corresponde a la realidad que vivimos. No obstante, su discurso puede seguir siendo utilizado —y en ocasiones manipulado— para atraer adeptos y justificar nuevas formas de dominación, en las que la clase política o económica controla los medios de producción y utiliza precisamente al Estado como herramienta para conservar sus privilegios.

La forma de dominación que Marx describió en el siglo XIX sigue presente hoy, aunque ya no se manifieste únicamente en el modelo capitalista tradicional. Sencillamente ahora promueven acciones que buscan remodelar la estructura social y económica, para convertirse en nuevas formas de dominación, basadas en el fortalecimiento de una nueva clase política obediente y apoyada por una burocracia selecta. Marx hablaba de una clase que controlaba los medios de producción y usaba al Estado para proteger sus intereses. Pero, hoy podemos ver que en el mundo sucede algo semejante cuando un grupo político —no necesariamente burgués— lucha incansablemente por mantenerse en el poder, adecuando instituciones y recursos públicos a su conveniencia.

Resulta paradójico que ese mismo grupo invoque el pensamiento marxista, recurriendo a la igualdad social, al poder del pueblo, y al argumento de que el gobierno debe velar únicamente por la voluntad popular. Aun así, detrás de este discurso, es posible ocultar una retórica excluyente, que utiliza las banderas de la justicia social como una legitimación simulada, mientras centraliza el control político y económico. En este caso, ya no se trata de un capitalismo como sistema, sino del interés económico y político disfrazado de causa popular, donde la voluntad del pueblo es citada, pero no considerada; proclamada, pero no ejercida. Es simplemente el poder que se vale de la esperanza de un pueblo para proteger sus propios intereses.

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