martes, 2 de diciembre de 2025
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Opinión

EL fiscal, ¿guardían o complice?

En un país donde las instituciones son más decorado que sustancia, donde la justicia se reparte según conveniencias y no principios, la figura del Fiscal General debería ser y no lo es, una de las más sagradas de la república. No por el aura que el cargo impone, sino por la función que representa: ser el garante de que el poder no se convierta en impunidad.

El Fiscal General, en una democracia auténtica, no es un operador político disfrazado de juez, ni un abogado del partido en turno. Es, o debería ser, el centinela último del Estado de Derecho, el límite ético y jurídico que separa la ley de la arbitrariedad. Pero cuando su nombramiento se negocia como una embajada, cuando su independencia es solo retórica constitucional, cuando su cargo es el premio consuelo de una alianza política, entonces lo que se erosiona no es su prestigio, sino el corazón mismo de la república.

Aristóteles, en su aguda disección de las formas de gobierno, advertía que la virtud de las instituciones no reside en su nombre, sino en la intención de quienes las encarnan. La justicia no se decreta, se encarna. Y cuando quienes deberían encarnarla son seleccionados por su docilidad, por su pertenencia a una red, por su capacidad para simular imparcialidad mientras ejecutan venganzas disfrazadas de legalidad, entonces el Derecho muere un poco más cada día.

La autonomía del Fiscal General no es un lujo teórico. Es una necesidad civilizatoria. Porque en su escritorio descansan las decisiones que pueden restaurar o destruir reputaciones, que pueden preservar la confianza pública o alimentar la paranoia colectiva. En tiempos de polarización, de uso faccioso del aparato estatal, de persecuciones selectivas y perdones convenientes, el Fiscal se convierte en la prueba más visible de si la justicia es una institución o una herramienta.

Por eso el modo de su elección no es una formalidad: es el origen del pecado o de la virtud. Si es elegido por cuotas partidistas, por cuotas de género mal entendidas, por recomendaciones de padrinos políticos o por su habilidad para “no molestar demasiado”, entonces no es un fiscal: es un peón. Y un peón en un juego de poder no protege la ley: la arrastra.

Necesitamos un Fiscal que no solo sea independiente, sino también impecable. No en el sentido de una pureza de vitrina, sino de una integridad que no se quiebra bajo presión. Alguien que no se doblegue ante el presidente ni ante la opinión pública; que no ceda ante los medios ni ante los empresarios; que no tema incomodar a sus antiguos aliados si la ley así lo exige. Alguien que, en una época de cinismo institucionalizado, no haya olvidado que la justicia, cuando es auténtica,  es la forma más alta del coraje.

¿Existe una figura así? Tal vez. Pero si existe, difícilmente pasará los filtros de un sistema que prefiere obediencia antes que excelencia, silencio antes que criterio, utilitarismo antes que ética.

Decía Maquiavelo que el arte de gobernar consiste en parecer virtuoso sin serlo. En ese juego de apariencias, el Fiscal General puede volverse el mejor disfraz del autoritarismo: la máscara de legalidad con la que se persigue a los incómodos y se protege a los leales. Pero si alguna esperanza queda, si aún creemos que la justicia puede tener rostro humano y voz firme, entonces debemos exigir que su designación deje de ser una repartija entre cúpulas.

Que el próximo Fiscal no tenga partido, ni amo, ni deuda.

Que no sea elegido por su cercanía con el poder, sino por su lejanía del servilismo.

Que no sea un político con toga, sino un jurista con columna vertebral.

Porque sin justicia, no hay república. Y sin un Fiscal verdaderamente autónomo, la justicia seguirá siendo un mito conveniente.

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