Hay maravillosos detalles del pasado que no tienen caducidad, es más, siguen irradiando tanta luz, que cuando regresan, nos hacen sentir tan vivos, tan fuertes y saludables, que renuevan la esperanza en el presente y la ilusión en un futuro, que se antoja tan incierto por la promoción de tanta opacidad, pero que se vuelve claro y nos permite cimentar grandiosos proyectos para alcanzar la felicidad y la dicha que tanto anhelamos.

Los detalles de los que hablo, son gratos recuerdos de espontáneas expresiones, que por sí solas cobran vital importancia, porque ponen en evidencia el gozo de un espíritu enamorado de la vida, que no sólo agradece a Dios por lo que en particular tiene, sino por la dicha de saberse acompañado, durante un largo camino, por seres humanos que igual, derraman gratas emociones.

Entre estos preciosos detalles expresivos se encuentran las miradas  que emanan de nuestros seres amados como: la mirada de una madre que derrama amor por sus hijos; la mirada de orgullo de un padre, que satisfecho, ve los logros y el progreso de su descendencia; la mirada llena de ternura de los abuelos, cuando ven en sus nietos impresa, la herencia que garantiza el camino hacia la eternidad; la mirada enamorada  de los novios y los esposos, que conduce al mágico embeleso; la mirada compasiva del amigo que te abraza; la mirada de satisfacción del maestro, que ve coronado su esfuerzo en  el éxito de sus alumnos; la mirada de gratitud, de aquellos con los que has compartido tus destrezas. Y qué decir de las sonrisas, las que sanan y te alegran directamente el corazón, las que provienen de tus padres, tus hermanos, tu cónyuge, tus hijos, tus nietos, tus amigos y demás parientes, de la gente misma, que, sin conocerte, con una sonrisa le regresa la paz a tu alma. Son detalles expresivos perennes, los suaves y apretados saludos de manos, y los cálidos abrazos.

Hay maravillosos detalles del pasado, que viven y vivirán para siempre en mis recuerdos, y que sé que no morirán conmigo, si pudieron trascender en el espacio como el amor eterno que mueve el espíritu de un tiempo a otro, como el amor que emana del Sagrado Corazón de Jesucristo, nuestro Salvador, nuestro Dios, nuestro Padre, por sus hijos.

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