miércoles, 5 de noviembre de 2025
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Opinión

Los buenos vs los malos

Otra vez el teatro de los buenos contra los malos. Esta vez el escenario fue Uruapan, Michoacán, donde Carlos Alberto Manzo Rodríguez, alcalde de la ciudad, fue asesinado en pleno acto público. El crimen se dio justo cuando el país celebraba el Día de Muertos, como si la tragedia quisiera recordarnos que, en México, ni siquiera la vida pública tiene respiro frente a la muerte. La narrativa de los políticos es clara: unos son los buenos, otros son los malos. El problema es que esa narrativa es falsa.

No estamos ante una lucha entre buenos y malos. Estamos ante un conflicto mucho más perturbador: la colisión constante entre lo legal y lo ilegal, dos territorios que no coinciden con la moral, la justicia ni mucho menos con la bondad. Los que habitan en el terreno de lo legal no son necesariamente virtuosos. Muchos políticos que enarbolan la bandera del Estado de Derecho están, en la práctica, violando ese mismo derecho en cuanto las cámaras se apagan. Lavado de dinero, pactos con el crimen, manipulación de contratos, simulaciones judiciales. El sistema legal, lejos de ser una muralla contra la corrupción, es muchas veces su mejor disfraz. Y del otro lado, los ilegales. No todos son monstruos. Algunos organizan comunidades, prestan dinero sin intereses a los más pobres, garantizan seguridad donde el Estado ha desertado, construyen escuelas improvisadas y, por extraño que suene, imponen un orden injusto, sí, pero orden al fin donde antes solo había abandono.

Ambos lados aman. Los políticos “respetables” y los criminales “despreciables” tienen madres, hijos, parejas. Cenan en casa, lloran con una película, abrazan con ternura a sus nietos. Pero también ambos pueden matar, extorsionar, mentir. Esta no es la narrativa de Hollywood. Esta es la vida real, donde el alma humana, como sabía Dostoievski, alberga simultáneamente a Dios y al demonio. En ese sentido, el asesinato de Carlos Manzo no debe interpretarse como una nueva batalla entre héroes y villanos, sino como otro síntoma del colapso de las categorías que usamos para entender lo político.

No hay derecha buena ni izquierda mala. Ni al revés. Hay estructuras legales e ilegales que se entrelazan y corrompen mutuamente. El narco no existiría sin políticos que pactan; los políticos no sobrevivirían sin recursos ilegales que financian campañas. Nos gusta pensar que podemos votar por “el lado correcto”, pero la realidad es que el sistema está diseñado para que no haya tal lado. Hacemos elecciones cada tres o seis años para sentir que ejercemos un poder, pero todo el teatro ya está montado. Como advirtió Maquiavelo, el que pretende gobernar con virtud será devorado por quienes no tienen escrúpulos. Y como remató Foucault, el poder no se ejerce sólo desde arriba, sino que circula por los discursos, las costumbres, las instituciones. Está en todas partes. Y es en esa ubicuidad donde se disuelven las diferencias cómodas entre lo legal y lo ilegal, entre el político y el criminal, entre el salvador y el verdugo.

La pregunta, entonces, no es quién mató a Carlos Manzo. Esa respuesta la dará, o no, una investigación judicial que probablemente termine archivada. La verdadera pregunta es por qué necesitamos seguir creyendo en el bando de los buenos. ¿Qué temor profundo intentamos apaciguar al decir “ellos son los malos”? Quizás es que no soportamos la idea de que el mal también habite en el “nosotros”. Que el sistema que nos promete legalidad y justicia sea, en sí mismo, productor de ilegalidad y de impunidad. Que la ley no garantice la ética, y que los actos heroicos puedan provenir del margen. Eso desestabiliza. Nos obliga a pensar más allá del partidismo, más allá de la indignación prefabricada.

Lo que pasó en Uruapan no es una excepción. Es la regla no escrita de un país donde lo legal se ha convertido en simulacro, y lo ilegal en alternativa. Mientras no aceptemos que la división entre buenos y malos es una ficción útil para los poderosos, seguiremos votando en el teatro y despertando en la morgue. Dejemos de preguntar “quién tiene la razón” y empecemos a preguntarnos quién construyó las reglas del juego. Porque si la ley ya no protege a los que alzan la voz, como lo hizo Manzo, entonces quizás no estamos del lado de los buenos. Quizás ni siquiera hay lados.

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