En una ocasión, llegó a mi casa un hombre pidiendo un vaso de agua, como el día era sumamente caluroso, no dudé en obsequiarle lo que me solicitó, mas, al verlo tan cansado le pedí pasara a sentarse y descansara un poco mientras tomaba su bebida; me senté a su lado y observé con qué avidez tomaba cada sorbo, y cuando hubo terminado, me agradeció la gentileza con la que lo atendí, y me dijo que estaba admirado de lo confiado que era, ya que siendo él un desconocido lo pasé al porche de mi hogar; le respondí que más que confiado, él me había parecido una buena persona, por eso no dudé en atenderlo con cordialidad, y a los pocos minutos, ya estábamos hablando como si nos conociéramos de mucho tiempo. Me platicó que se había quedado sin trabajo recientemente, pues había estado trabajando por varios años por contrato en una institución gubernamental y de donde de la noche a la mañana le agradecieron sus servicios y lo despidieron; le dije que lo lamentaba, pero me llamó la atención que dijera que él no, porque de otra forma no había podido salir nunca de lo que consideraba un ambiente laboral deprimente y humillante, donde llegó a acostumbrarse a perder su dignidad como persona, y prácticamente se había convertido en un objeto inanimado. Tratando de consolarlo, le dije que seguramente no todo había sido tan malo en aquel trabajo, pues habiendo personas negativas, también debió haber conocido personas positivas; asintiendo primero con la cabeza, en seguida con voz entrecortada me dijo, que las hubo, pero con el paso del tiempo, aquello se había convertido en tierra de nadie, pues se había perdido la amistad y con ello la confianza entre el personal, empezando a recelar y a cuidarse unos de otros, desapareciendo el verdadero compañerismo, y con ello el trabajo en equipo, para atender con eficacia y eficiencia los objetivos a los que se debía el organismo laboral. Continuó diciendo, que poco a poco, lo que consideraba como su segunda casa, se fue dividiendo en pequeños feudos y cada uno de ellos tenía su propio monarca, ejerciendo potestad de manera arbitraria, autoritaria y en ocasiones despiadada, pero curiosamente ese falso poder desaparecía a la hora de responder por sus malas obras, pues era su costumbre responsabilizar siempre de ellas, a la persona de mayor jerarquía en la estructura organizacional, misma, que ni siquiera se enteraba de todo lo que pasaba a sus espaldas. Así fue como el clima laboral se fue enrareciendo, de tal manera, que todos actuaban como si no se conocieran y tenían como mayor afición el sentirse importante, menospreciando valores como la amistad, la bondad, el humanismo y la ética. Aquello se convirtió pues, en una Torre de Babel, donde todos terminaron hablando diferente idioma y por supuesto presagiando el fracaso inminente de la viabilidad de la institución.
Esta narración me recordó la parábola del sembrador, sobre todo en lo referente a la semilla que cayó al lado del camino y fue pisoteada y se la comieron los pájaros, a las semillas que cayeron sobre piedra y cuando brotó, las plantas se secaron por falta de humedad, o las que cayeron entre espinos y se ahogaron. Quien no escucha más que a su propio ego, tarde o temprano tendrá que pagar sus errores.
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