México duele, y  duele no solo por lo que ocurre, sino por todo lo que no se ha hecho para evitarlo. A años de que el proyecto de la “Cuarta Transformación” llegara al poder con promesas de cambio profundo, la corrupción, la violencia y la falta de oportunidades siguen definiendo la vida diaria de millones de personas. No como errores corregibles, sino como partes de un modelo político que se ha sostenido, y hasta consolidado, sobre la base de la simulación.

La tan anunciada “honestidad valiente” quedó reducida a una frase hueca. En los hechos, la corrupción no se erradicó: se transformó. Ahora se presenta envuelta en discursos de moralidad, mientras se reparten contratos por asignación directa, se desaparecen fideicomisos sin rendición de cuentas y se blindan con opacidad los datos que deberían ser públicos. La fiscalización ha dejado de ser una herramienta institucional para convertirse en un arma selectiva, hoy, la corrupción no solo no se combate: se administra desde el poder.

México vive en un estado de miedo permanente, y no es una percepción: lo dicen los datos y lo confirman las comunidades donde el crimen organizado ha desplazado al Estado de derecho. Las estrategias de “abrazos, no balazos” no han dado paz, por el contrario, se han traducido en impunidad, violencia sostenida y un pacto tácito que cede control territorial a grupos criminales.

Las familias desplazadas por el narco, los comerciantes extorsionados, las madres buscadoras que encuentran a sus hijos en fosas clandestinas, y las miles de mujeres desaparecidas, no figuran en el discurso triunfalista, pero sí en la realidad silenciada.

En el plano económico, la desigualdad y la informalidad avanzan sin contención. Los programas sociales —aunque necesarios para amortiguar la pobreza— no han sido acompañados de estrategias reales de movilidad social. En lugar de ser un puente hacia mejores oportunidades, se han vuelto un dique que contiene la frustración sin transformar el contexto.

La juventud enfrenta un mercado laboral precario, sin prestaciones ni perspectivas de crecimiento, la migración, el autoempleo informal o la dependencia total de subsidios son opciones que evidencian la falta de un verdadero plan de desarrollo humano.

Como docente, veo todos los días cómo la falta de inversión real en la educación pública se refleja en aulas sin materiales, en alumnos con hambre y ansiedad, en docentes agotados emocional y económicamente. Y lo mismo ocurre en salud: hospitales sin medicamentos, médicos saturados y familias que deben pagar con lo poco que tienen para acceder a lo que debería ser gratuito.

Las promesas de transformación han sido administradas, no cumplidas. Y la negligencia en estos dos sectores no solo impacta el presente: hipoteca el futuro.

Lo más doloroso de todo esto es que no parecen errores aislados ni falta de capacidad técnica, cada carencia parece funcional. La pobreza garantiza control. La dependencia genera votos. El miedo paraliza. Y la desinformación, administrada desde el poder, permite que nada cambie aunque todo empeore.

México no está avanzando: está detenido. Detenido por un modelo que se alimenta del cansancio social, de la desesperanza, del miedo y de la falta de opciones.

La política no puede seguir siendo la administradora de los problemas, sino la herramienta para solucionarlos. El país no merece ser gobernado desde la comodidad del discurso, sino desde la acción ética, firme y humana.

Porque México no necesita más promesas.

Necesita un gobierno que deje de sobrevivir del dolor de su gente, y empiece a construir con dignidad, verdad y justicia.