Señor mío y Dios mío, he ahí que padecer no quiero, mas sabiendo que lo que parece el fin, es sólo el principio; con amor te digo que arrepentido estoy por no haber estado del todo contigo, de haberte negado, de haberte traicionado, de tener miedo al pensar que ya no estarías a nuestro lado; te pido perdón por haber estado confundido, por mi ignorancia espiritual, al no entender lo que significaba tu bendito legado, más hoy que me has iluminado con la inmensa luz de tu infinito amor, te doy gracias, Señor, por habernos salvado de todo aquello que predispone al hombre a exhibir su debilidad, impulsado por la oscuridad que busca siempre mantenernos en pecado.

¡Oh luz maravillosa, de infinito poder de amor y ternura! me conduces  por la vida con el dulce sabor de saberme hijo tuyo, que me invades de amor hasta perder la cordura, y le imprime el valor de la humildad a esta endeble estructura, que alberga en su interior, a ese espíritu tuyo, que busca con locura estar siempre cerca de ti, pues a ti pertenece, como pertenece todo cuanto el Padre Celestial creó, para darle al mundo el sentido de amor que lo conduzca al perdón, que le regrese la esencia tan pura, con la que al hombre creó.

Gloria a Dios en las alturas, y a sus hijos en la tierra, la bendición de la salvación perdure, para que al llegar el día de su segunda venida, nos encuentre en esa paz consabida, con la inocencia deseada, para alcanzar su clemencia y entrar a su reino por la puerta esperada.

¡Aleluya, aleluya! ¡El Señor ha resucitado! ¡Ha vencido a la muerte y nos trae la divina ventura de vivir una vida nueva a su lado! ¡Bendito seas por siempre, mi Dios, mi Señor, mi todo!

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