Como todos los domingos, María Elena y yo acudimos a la casa de mi madre a pasar la tarde, después de platicar cuestiones propias de su salud y la nuestra, así como de los acontecimientos sobresalientes en nuestra amada ciudad, mi madre me pide que le lea el artículo que publiqué de la serie Domingo Familiar, al término del mismo, ella hace su propia reflexión y nos empieza a dar sabios consejos tales como: De la vida siempre tomen lo mejor, nadie está exento de sufrir momentos desagradables, algunos son consecuencia de nuestra imprudencia o inmadurez, otros por efecto de la incomprensión, el egoísmo, los celos, pero cualquiera que sea el motivo no permitan que esos desagradables momentos echen raíz en su vida, por ningún motivo dejen crecer aquello que les amargue la vida, desháganse a tiempo de los malos sentimientos.
Piensen siempre lo que digan, sobre todo, aquello que pueda ofender o perjudicar a las otras personas, porque las palabras hirientes una vez que escapen de nuestra boca, harán un daño muchas veces irreversible. Es más, no se permitan pensar cosas desagradables, cultiven siempre pensamientos buenos.
Si por algún motivo sienten que la actitud o las obras de otras personas los perjudican, antes de regresar la ofensa, piensen si esa respuesta puede en algo contribuir a sanar su herida o sólo la hará más profunda y dolorosa.
Sean siempre buenos con todos, con los que lo merecen y con aquellos que creemos no lo merecen, pongámonos un momento en los zapatos de los que son presa de la amargura, del dolor, de las frustraciones, sintamos por un momento la desagradable sensación de sentirse lastimados por una sociedad que no ha tenido la capacidad de dispensarse amor a sí misma y a todos los que lo necesitan.
Después de decirnos eso, mi madre hizo una breve pausa y de nuevo me preguntó cuál era mi estado de salud, si ya había mejorado de mi cuadro enteral, si la carga de mi trabajo era menor a la de otros días, si estaba tolerando el calor, que tomara muchos líquidos y descansara.
Después de esa pausa, miré a través de la ventana que da al patio de su casa y me pareció verla parada con una jarra de agua fresca que ofrecía a los albañiles que vaciaban el cemento en las jardineras de las grandes y floridas bugambilias que mucho presumía en primavera.
En ese ir y venir en la vida, mi tiempo, el tiempo de mi esposa y el tiempo de mi madre, transcurre haciendo pequeñas pausas de sabiduría que nos recuerdan, que más que lamentos, nuestra existencia está llena de grandes vivencias que permanecerán por siempre en nuestros corazones, y que la vida, la maravillosa vida que nos ha tocado vivir, es realmente el don más grande que Dios nos ha obsequiado.
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