Hace un par de días, mi nieto Emiliano se quedó a dormir en nuestra casa, antes de que llegara la hora de irnos a dormir, esperábamos pacientemente la cena sentados en el cómodo sofá de la sala, de pronto, el niño se me quedó viendo y me pregunta:
Abuelo ¿Por qué ya no escribes enfoques sobre mí? ¿Acaso por no visitarte tan seguido como antes ya me olvidaste? Olvidarte jamás _le contesté_ tú eres una luz que siempre tengo encendida en mi corazón, una luz, que siempre ilumina mi vida, y si bien es cierto, que cuando te ausentas, mi ánimo se oscurece y decae un poco, también lo es, que cuando regresas de inmediato me reanimo.
El niño esbozó una hermosa sonrisa y me abrazó, y como si eso hubiera sido una señal para desconectar su inquietud, cerró los ojos y se quedó dormido.
Minutos después, su adorada abuela nos llamó para pasar a la mesa, teniendo que despertar a mi angelito, quien cabeceando terminó a duras penas el contenido de su plato y en seguida se despidió para ir a la cama, pasando yo a mi taller literario, evocando gratamente aquella amena y emotiva conversación, pero, sobre todo, sintiendo cómo aquella frase un tanto desesperada sacudía a mi espíritu:
Acaso ya me olvidaste. El amor de un abuelo como yo, no tiene fecha de expiración, no se basa en lo cerca o lo lejos que puede estar el ser amado; el amor de un padre, un hijo, de un hermano, de un esposo, de un amigo como yo es eterno.
Cuando mi nieto Emiliano se encontraba junto a mí ese glorioso día, diciéndome aquellas sentidas palabras, sentí lo agradable que es el poder darse un poco de tiempo, para que mi materia se perdiera en el mullido sofá propiciando una vía de escape a mi espíritu, para ver la otra realidad, la del intenso amor que nos da el Padre celestial, para compartir sin límite con nuestro prójimo.
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