Han pasado ya doce años desde que tu espíritu emprendió el viaje a la eternidad, curiosamente me topé con la carta póstuma que publiqué de acuerdo a tu deseo en el año de tu partida; parece que escucho tus palabras una semana antes de que tu malestar se hiciera más evidente; temprano te presentase en mi casa que era la tuya, para decirme: Aquí estoy, he venido a buscarte, porque sólo tú puedes ayudarme, en ese momento sentí un profundo sentimiento de tristeza; no sé qué veías en mí, si al amigo, al hermano, o a mi esencia espiritual que por ser tú mi confidente por cuarenta años, bien conocías, y que gracias a tu gran fe y devoción por la madre de Dios la Santísima Virgen María, sabía que existía entre los dos un puente para establecer una comunicación poco usual entre los seres humanos. Recuerdo que, al escuchar tus palabras, sentí que mis párpados eran tan pesados como una cortina de hierro, y mi mirada se clavó por ello, primeramente, en el suelo, después, como pude, me atreví a verte a los ojos, aún se apreciaba en tu mirada el brillo vital que denota la existencia, más tu cuerpo experimentaba un cansancio fatal que casi te obligaba a estar sentado para fundirte en aquel sillón que escogiste para leer tus lecturas. Seguramente notaste en mí algo que siempre caracterizó a nuestra amistad, por ello no te podía mentir y con suavidad te dije: No es a mí al que buscas, pero no temas Él te está esperando; al escuchar aquello no se evidenció ninguna muestra de reproche, por el contrario, sabías perfectamente de lo que te estaba hablando y guardaste silencio; después me senté a tu lado para analizar las posibilidades para tu mejor atención. Nuestro Señor te dio tiempo para despedirte de las personas más cercanas a tu corazón.
A doce años de tu viaje a la eternidad, he sentido cómo aún te resistes a dejar lo que tanto amaste, de ahí que tu presencia se siente con nosotros, cuando por algún motivo necesitamos que nos recuerdes, que nadie que crea en Jesucristo muere del todo.
Ayer me visitaste en el sueño, te veías feliz, con la mirada me decías que no me preocupara, que buscara estar en paz conmigo mismo, que no me entristeciera si las circunstancias emocionales parecieran que no me eran favorables, que todo cambiaría para bien y se restablecería el equilibro en mi ser, después me invitaste a la casa terrenal de tus padres y me mostraste el nacimiento que pusiste debajo de la escalera, , tomaste en tus manos un alfiler y empezaste a perforar el papel de color azul profundo que simulaba el cielo en una noche en aquel pueblo de Belén donde naciera el Salvador, entonces encendiste una lampara y apagaste todas las luces de la estancia y ambos apreciamos un firmamento tachonado de estrellas; y de pronto, así como llegaste, te marchaste, tal vez a otro espacio, tal vez, buscando con ello establecer comunicación, con otras personas amadas por ti.
Hay duelos que duran un par de años, el mío me condujo a caminar por un desierto, tal vez dure otros cuarenta años, tal vez dure hasta que la estrella más luminosa del cielo anuncie la segunda venida del Jesucristo que nunca se fue, porque se quedó con nosotros en la tierra.
“Díjole Jesús: Yo soy la resurrección y la vida: quien cree en mí, aunque hubiere muerto, vivirá: y todo aquel que vive y cree en mí no morirá para siempre: ¿Crees tú esto? (Jn 11:25-26)
En memoria de Antonio Ángel Beltrán Castro, mi amigo, mi eterno hermano en Cristo.
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