Haciendo alusión al tiempo y a la vida, un día me encontré ante un dilema con mi esposa, cuando ella decidió deshacerse de algunos aparatos electrodomésticos que yo había adquirido durante nuestros primeros años de matrimonio. En aquella ocasión, recuerdo que le dije lo siguiente: Cuando las cosas llegan a tener cierto tiempo de uso, el suficiente como para ir presentando frecuentes fallas, se habla de que la vigencia de los artículos ha expirado, en ese momento, estamos ante la posibilidad de tener que reponer lo que ya no funciona; pero, llega a tenérsele tanto apego a las cosas que nos han acompañado por tanto tiempo, ya sea por su valor sentimental o por lo práctico de su uso, que nos resistimos  a deshacernos de ellas, sobre todo, si están aún medio funcionando, por lo que normalmente optamos por llevarlas a reparar, incluso, más veces de las que hubiéramos querido, porque nos saldría más barato comprar equipo nuevo.

Al no querer María Elena, desistir de su intensión, aludiendo que sólo estaban ocupando espacio en nuestro hogar, defendí lo que me parecía mi derecho de conservar mis estimados artículos de antaño y no encontré mejor argumento para ello que decirle: ¿Acaso serías capaz de deshacerte de mí después de 49 años de matrimonio, sólo por el hecho de estar envejeciendo? Ella se quedó muy pensativa, y pensando que había encontrado las palabras perfectas para convencerla de que desistiera de su propósito, me dispuse a retirarme del sitio donde nos encontrábamos; pero alcancé a escuchar que murmuró lo siguiente: Tienes razón mi amor, no lo había pensado desde ese punto de vista, tal vez si empezaras a tener las frecuentes fallas que tienen tus otros aparatos, ya estarías en la lista de las cosas que tuviéramos que reparar, espero que tu vigencia sea suficiente, como para no pensar en otra cosa.

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