Ayer, cuando mis nietos varones, Sebastián y Emiliano, pasaban un fin de semana en nuestra casa, lo primero que hacían al llegar era quitarse los zapatos, situación que molestaba a su abuela María Elena por dos razones, la primera, es que no los colocan en un lugar determinado y esto ocasiona que, por lo general, se extraviaban; y la segunda, porque los calcetines quedaban sucios al término del día. En una ocasión, molesta por el hecho de que no atendían su recomendaciones de orden, me pidió que interviniera para tratar de corregir ese mal hábito, entonces, me acerqué a ellos, y les hablé de la importancia de ser ordenados con sus cosas; la verdad, tuve dificultad para comunicarme con ellos, porque en ese momento, uno estaba utilizando su Laptop y el otro un celular; fingí desagrado por su conducta, y les dije que no volvieran a dirigirme la palabra, retirándome a mi taller literario; pasado un par de minutos entró Emiliano y se sentó a mi lado, y me habló en un término conciliatorio, pero siempre defendiendo la libertad de su forma de ser, él me dijo lo siguiente: Abuelo ¿acaso cuando fuiste niño nunca te descalzaste? No queriendo agregar una tendencia deshonesta a su conducta, derivada de una mentira, le dije: Desde luego que me descalcé, lo hacía siempre que llegaba de la escuela, incluso, me quitaba el uniforme escolar, pero colocaba los zapatos juntos al pie de la cama y el pantalón sobre la misma, la camisa la colgaba en un gancho para evitar que se arrugara.  El niño dijo asombrado, ¿En serio hacías todo eso? Claro, tu bisabuela, o sea mi madre; nos comentaba a tus tíos y a mí, que la obediencia era una gran virtud que distinguía a los seres humanos de buen corazón, y que esto, era sumamente apreciado por Dios, quien, a la vez, gustoso, derramaba su generosidad sobre todos aquellos niños que obedecían a sus padres en la tierra. Interesado, mi nieto preguntó: Y ¿qué es una virtud? Las virtudes, le dije, son todos aquellos buenos hábitos que nos llevan a hacer el bien, puedes nacer con ella o puedes adquirirla. Emiliano, llevando una mano a su cabeza, mostró cierta extrañeza, y comentó: Tú lo que quieres es convencerme de que haga lo que la abuela quiere. De ninguna manera Emiliano, tú eres el que tiene que estar convencido de que obedecer, en el buen sentido de la palabra, y siempre que las peticiones sean justas, son una oportunidad para demostrar lo mucho que amamos a nuestros seres queridos; recuerda aquello que dijo Jesucristo sobre amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, si tú obedeces a tus padres, y en este caso,  a tus abuelos, cuando te piden que hagas cosas justas, al hacerlas, estarás demostrando tu amor por todos nosotros, y con ello estás también obedeciendo un mandato de Dios. Emiliano pareció comprender todo lo que le explicaba, más no me dijo si estaba de acuerdo con todo lo que había platicado; entonces dijo: Bueno, creo que a final de cuentas es bueno obedecer, pero háblame sobre los premios que recibes por obedecer. ¿Te parece poco el hecho de hacer feliz a tus padres y abuelos, siendo obediente y ordenado, y además el poder encontrar tus zapatos donde los dejaste? Mi nieto replicó: Claro que es bueno, pero si aparte te dan algo que a ti te guste, como un regalo o algo así, todos, todos estaríamos más felices, ¿no lo crees?  Al escuchar esa inocente respuesta, me percaté de lo mucho que nos falta a los adultos, comprometernos en la educación de nuestros hijos y nietos, pues es frecuente, que para solucionar una situación que implica mayor reflexión, optemos por negociar con ellos ofreciéndoles cosas materiales.

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