A la frase: “De músico, poeta y loco, todos tenemos un poco”, mi padre Salomón Beltrán García le agregaba y de químico, esto en alusión a su profesión y sobre todo, cuando en momentos bohemios preparaba alguna bebida donde según él, le ponía un toque personal aplicando la fórmula “Salomón Special” en fin, lo anterior viene a mi memoria porque en las primicias de mi experiencia como presunto escritor, resultó que precisamente en ese tipo de encuentros con los amigos, siendo estudiantes universitarios, llegaba un punto la reunión en que, desinhibidos por las bebidas espirituosas, se abría un espacio romántico espiritual, y cada uno de los asistentes, emocionado, dejaba salir de su corazón, su yo reprimido, y abriéndose paso entre aquel brumoso ambiente melancólico, escapaban entre otras expresiones del ser, cantos, pensamientos, frases, y poesías; esta última parte, era conducida por nuestro entrañable amigo Antonio Ángel Beltrán Castro, que por cierto, era el único que pensaba que lo que yo escribía era poesía y no sólo un clamor de una alma atormentada por un pasado ensombrecido por la tristeza; él era el encargado de recopilar aquellos escritos extraviados entre la páginas de libros, y cajones llenos de recuerdos, y en momentos como aquellos, donde por fin el hombre deja los estériles alegatos de inconformidades con la vida, problemas de familia, desencuentros con amores imposibles, el gran Toño, solicitaba silencio para que escucharan con su bien timbrada voz, las palabras que parecían perderse en aquellas hojas arrancadas de los cuadernos, como si la pálida tinta azul quisiera tornarse a un color rojo anémico, que como decía él, expresaban un sentimiento tan profundo, pero inevitablemente volátil, como para emerger y gritar sin abrir la boca cómo se expresaba el alma atormentada. Antonio le daba tal énfasis a aquellos garabatos míos, que apenas daba lectura a los primeros versos y empezaban a rodar por las mejillas las lágrimas de los presentes; desde luego que yo era el primero en ocultar la cara, porque sentía cómo aquella vieja herida, no había cicatrizado del todo. Un buen día, Antonio llegó con una carpeta en la mano y me dijo: Es este el momento de hacer tu primer libro, dejó caer la carpeta sobre el escritorio de mi consultorio, y sorprendido, vi aquel montón de escritos que semejaban las hojas secas tiradas por el árbol de mi vida, en un otoño que espera la llegada del invierno, mi primera reacción fue negativa, pues me dije ¿A quién podría interesarle el paso por la vida de este desconocido? Toño dijo: Para empezar a mí, y seguramente a tu familia, y experto en el arte del convencimiento, Toño me acompañó a la imprenta para preguntar costos, y la verdad, no tenía presupuesto; más tarde, platicando con mi madre, quien me escuchó calladamente mi intensión, puso su mano derecha sobre mi hombro, me pidió la mirara a los ojos y vi en ellos una maravillosa mirada llena de misericordia, y fue como ella financió la edición de mi libro; como no tenía ni idea de cómo preparar el material, María Elena, maestra de profesión se ofreció como correctora y después de varios meses de seleccionar el material a publicar, escribiendo en la misma máquina Olivetti que mi madre me obsequiara, para hacer mis trabajos escolares, me faltaba incluir un prólogo; pensamos en algunos personajes de la localidad con desempeño literario, y pedí consejo del Secretario de Educación de aquel entonces, y me recomendó al distinguido literato Arturo Medellín Anaya, quien prologó mi libro Evolución Poética. Hoy me entero con suma tristeza, que tan talentoso ser humano, ha trascendido a otro plano, seguramente para elevar su condición del ser. Vaya hasta donde se encuentre su espíritu, mi gratitud por su contribución a mi perenne intento de aprendiz como escritor.
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