Esa tarde, después de terminar las clases del primer día como estudiante universitario, me dirigí a la parte posterior de la escuela de medicina, me senté en la banqueta y me recargue en la pared de ladrillo del último de los salones, en ese momento, la luz del día estaba por despedirse, y mientras eso ocurría, mi vista se perdió en aquel llano que se había habilitado como cancha de futbol, que como era de esperarse, a esa hora no había juego, pues el terreno carecía de iluminación artificial; más ese lugar, en ese preciso momento, era muy apropiado para ponerse a pensar en lo que más quería, y en esa época, a esa edad, lo que más anhelaba era regresar a casa, pues extrañaba a mi madre y a mis hermanos; más había otro motivo relevante que me hacía anhelar el retorno, era el ardiente deseo de ver a mi amada; melancólico como me encontraba, me di el tiempo para escribir una poesía. Al caer la noche y por razones obvias,  emprendí el regreso a casa, caminaba como si llevara a cuestas un gran peso, mis pasos eran lentos, como lento mi deseo de recluirme en aquella habitación de la vetusta casa que rentábamos y que era fiel testigo de mis muchas desveladas estudiando, de muchas tardes de meditación, de la evocación de recuerdos de familia, de los amigos del barrio y los juegos, de los miles de pasos dados por las calles de nuestra amada ciudad Victoria, tomado de la mano de mi novia. Cuando llegué al cuarto de estudio y desvelo, encendí una lámpara de mesa que me había obsequiado mi madre, saqué del cajón del escritorio un álbum familiar de fotografías, miré con detenimiento cada una de ellas y no pude evitar que rodaran un par de lágrimas por mis mejillas; empezaba a acentuarse  mi sentimiento depresivo, cuando escuché una voz por la ventana, sequé rápidamente mis lágrimas para  atender a quien llamaba y para mi sorpresa era un compañero que estudiaba Odontología y que habitaba otra sección de la casa, me preguntó qué hacía y le comenté que veía fotografías de familia, me ofreció un café  y acepté, después llevó la aromática infusión en un viejo termo , saqué un par de tazas y le ofrecí una silla, como no nos habíamos presentado me disculpé y le di mi nombre y él ya había indagado esa información porque teníamos amigos mutuos y nuestro apellido paterno era el mismo, me dijo soy Antonio Beltrán y sé que tienes un hermano que se llama igual que yo, después dijo, ya indagué que no somos de alguna rama familiar, me pidió le mostrara el álbum, después hablamos de nuestras respectivas carreras y nuestras familias; su amable visita me hizo olvidar los motivos de mi tristeza y antes de retirarse me dijo: Considérame tu amigo y tal vez un día me consideres como un hermano. Como suele decirse, sus palabras fueron proféticas, nuestra amistad duró un día, pero desde ese día fue mi hermano por cuarenta años.

“Y si alguien acometiere contra el uno de los dos, ambos le resisten y rechazan. Una cuerda de tres dobleces difícilmente se rompe” (Eclesiastés 4:12)

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