Aquel  maravilloso domingo por la mañana, en mis días próximos a mi adolescencia me encontraba contemplando embelesado el espejo mágico donde paseaban los plateado peces del arroyo que bordeaba la huerta de naranjo de mi abuelo Virgilio, padre de mi adorada madre; envidiaba pues el ambiente sereno, no ausente del sonido del correr del agua que presurosa quería llegar al río; los peces apenas movían sus aletas, parecían pues estar estáticos en el agua, en una aparente serenidad tibetana,  o como las estrellas del cielo en aparente inmovilidad de un universo;  absortos estaban pues, de todo, entre esto del llamado bien y del mal del entorno muy suyo; los peces curiosos, me miraban con sus grandes ojos, y yo, sintiéndome dueño de un poder inexistente, entablaba una conversación privada, tanto que ni ellos lo sabían, más de pronto salieron de su estado de meditación y se escondieron debajo de las raíces de los grandes ahuehuetes, mismos que tenían una parte de las arterias nutricias en tierra, otras directamente en el agua; esto, mientras yo simulaba hablar con los peces, de pronto algo o alguien las ahuyentó, y pude apreciar en el reflejo de la silueta de mi abuelo, quien me observaba con atención, y rompiendo el silencio me preguntó si quería pescar las sardinas; le respondí que no, que mi contemplación, más que deseo de quitarles la libertad, reflejaba un tanto de la envidia que tenía, por su aparente estado despreocupado. Después de observarme unos minutos en aquella contemplación, el abuelo me invitó a llevar unos leños a la cocina de la casa, pues mi madre iba a calentar la comida que nos había preparado desde la noche anterior, en lo que más que parecer un día de campo, me imaginaba que eran momentos muy especiales para ambos, pero más para mí, porque si bien sabía que los progenitores de mi madre habían formado una familia muy unida, había deseos mutuos de estar  cerca, ya que pocas veces tenía yo la fortuna de ver a mi abuelo platicando con su hija, como si muy  a su pesar de que ella ya era “harina de otro costal” como él le llamaba al hecho de que mi madre ya tenía su propia familia y se debía a la misma con mayor apego.

Fueron esos momentos especiales para mí, y me hubiera gustado que fueran muchos más, había tantas cosas que quería saber de la niñez de mi madre y de cómo era su relación con sus padres, aunque ya se me había platicado que siempre se sintieron orgullosos de ella en todos los aspectos, tanto que jamás los decepcionó.

Hoy quiero contarles tantas cosas a mis nietos sobre mis hijos, pero ellos ya empiezan a tener sus propios deseos de contarles tantas aventuras de su vida a sus padres, porque más que vivir en el pasado desean vivir en el presente.

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