Hoy que el frío me cala hasta los huesos, es cuando más aprecio el calor que he recibido de mis seres amados, de Dios su cálida presencia a través de los rayos del sol; de mi madre, el calor de su vientre en el inicio de mi ser y estar en el mundo terrestre, así como el tibio alimento de sus senos benditos y el contacto frecuente de mi cuerpo al estar en sus brazos, al recibir sus cuidados maternos; de mi padre me bastaron el calor de su mirada, sus pensamientos callados, que adivinaba a mi agrado, y sus palabras de aliento para mantenerme contento cuando neceaba; de mi abuela materna de nombre Isabel, sus frecuentes lágrimas que al descender por sus hermosas mejillas, llegaban a mí para calmar el dolor que enfriaba mi alma; de mi abuela paterna la dulce Abigail, una canción de cuna que nunca he podido olvidar, ayer, cuando su cálido aliento mantenía el rubor de la piel de mis tiernos oídos; de mis abuelos, el enérgico fulgor de la energía que infundía orden y respeto; de la siempre bienaventurada Virgen María, el calor de su manto de amor que me protege de mis temores y angustias, que calman mis dolores más profundos y escondidos; el cálido beso del amor primero, de mi amada esposa, que como una perfumada rosa, cortada del jardín del Edén, reclamó airosa a éste humilde jardinero, el haberle arrebatado de la tranquilidad consentida, para llevarla conmigo a navegar, cuando el mar de mi vida estaba más enfurecido, por estar empeñado en buscar lo que de niño se me había perdido. El calor que emana de cada uno de mis tres hijos, que como destellantes estrellas de luz iluminan mi firmamento y le dan sentido a mi vida al tenerme contento; y el calor de mis 8 adorados nietos, cuya energía y fricción generan en mí la alegría de tener la confianza de que mi semilla seguirá siendo sembrada, para hacer efectiva la eternidad tan deseada.

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