El día que la conocí, el ave parecía muerta, pero solamente se encontraba herida; el día que la conocí, el cielo estaba gris, como gris era su decaído ánimo, tal vez debido a la incomprensión, el egoísmo, o a la falta de humildad, entonces presumo que a su entender, si en algo se pareciera a los humanos, su pensamiento podría ser de arrepentimiento, por no poder afianzarse al árbol que sostenía el nido, porque ya en el suelo, muy a su pesar, podría sentir un reproche por haber migrado y dejar su tierra con el afán de aventurarse, y el haber dejado su tierra, en busca de otras oportunidades.

La conocí triste, un tanto desesperada y en su mirada reflejaba una soledad indescriptible a pesar de estar en buena compañía, viviendo con la ilusión de que un día podría volar de nuevo, más, en mis manos se sentía un tanto afortunada, porque igual hubiese podido caer en manos mal intencionadas.

La conocí llorando de dolor por su quebranto, más he de reconocer que nunca perdió el coraje, ni tampoco la humildad, pues incluso al saberse perdida, sola y abandonada, conservaba la altivez de un águila de real plumaje, de esas tan estimadas por toda la raza humana, por eso ella tenía siempre la confianza de volver a retomar su viaje para regresar a casa.

Y le tendí la mano cuando más necesitaba un amigo, me vi entonces más que eso, me vi como un hermano, por eso hice de su problema el mío y busqué la manera de mantenerla a salvo, aunque no lo necesitara de antemano, porque la razón a sobrevivir nunca la abandonaría.

Mas, cuando el ave pudo retomar el vuelo, dejó la tierra para volar muy alto, y buscar consuelo en otro divino cielo, para sanar de las otras heridas, las llamadas emocionales, y dejar el suelo, al descorrer el velo de la verdad que la acompañaría.

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