Aquel día, estaba sentado en el escalón de la puerta de entrada de la casa que habitábamos en el 19 y 20 Zaragoza, la tarde se estaba despidiendo y un generoso sol regulaba ya las emisiones de calor que despedían sus luminosos rayos, de tal manera, que la temperatura del ambiente era tan agradable que invitaban a la reflexión, apenas tenía quince años de edad y las añoranzas se iban sumando en mi mente conforme pasaba el tiempo, pues mi familia tenía un par de meses de haber llegado a Ciudad Victoria, procedente de la ciudad de Monterrey NL. y ya extrañaba a mis amistades, sobre todo, a los que habían compartido mi niñez, sí, ayer, cuando habíamos decidido que, si nuestro cordón umbilical lo habíamos enterrado en la metrópoli, nuestro corazón pertenecía a San Francisco, en Villa de Santiago NL. Recuerdo que esperaba pacientemente que cayera la noche para ver llegar a los nuevos amigos del barrio; los primeros en llegar fueron Jesús y Jorge Rodríguez, se sentaron a mi lado y empezamos a hacer planes de cómo pasaríamos un par de horas en aquel lugar antes de ir a dormir, de pronto, alguien se asomó por la puerta de la casa de Doña Lupita, era Mario Contreras, que al vernos se acercó también, y minutos más tarde llegaron Francisco Barrera y su hermano Severo; la bola se hizo más grande, formamos un línea sobre la acera y como yo en ese momento tenía la calidad de foráneo, me hacían muchas preguntas, recuerdo que una de ellas fue: ¿Si a esta hora estuvieras en San Pancho que estarías haciendo? En ese momento di un inesperado suspiro y de inmediato imaginé una de aquellas fantásticas escenas y les narré lo siguiente: Ayer como hoy estaría rodeado de buenos amigos, igual, poniéndonos de acuerdo a qué jugaríamos, estaría con mi primo Gilberto Medellín, con Joel y Juan Rodríguez, hijos de Humberto Rodríguez, con Cristino Saldívar Jr., con Javier hermano de José el de Glafiro, Pancho, Zeferino, entre otros; tal vez jugáramos al quemado, o al burro bala, cuando se decidía por este último juego, se formaban dos equipos y realizábamos la actividad, por cierto siempre me pareció algo pesada, sobre todo cuando  a los flacos nos tocaba soportar a los más pesados. El juego terminaba cuando Gilberto y yo éramos convocados por las buenas, por la tía Chonita, a retirarnos a dormir, pues el trabajo que nos esperaba al día siguiente iniciaba antes de que el sol saliera. Y la raza del 19 y 20 Zaragoza al término de la narrativa empezó a retirarse sin presiones a sus respectivas casas.

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