Era como estar bajo el embeleso de una hermosa cascada, donde pacientemente se esperaba recibir como un amoroso beso, el suave rocío, para mojar el cuerpo que por el cálido ambiente del verano se encontraba entristecido y así, entre el manto fino del agua que sutilmente caía y de la brisa que se desprendía de aquel torrente mágico y glorioso, el sentir que, a pesar de no ser del todo merecedores de esa bendición, algo en nosotros no era del todo malo, y así que sin remordimientos, nos dejamos consentir por la conjunción armónica del viento y del agua, danzando en plena sinfonía, de alguna manera en aquel lugar fantástico, nos veíamos pues, como parte de la naturaleza, anhelando que de nuestros mis pies descalzos brotaran vigorosas raíces para afianzarnos a la tierra y ser parte para siempre de aquel paisaje de cuento, cuyo dinamismo lo hacía cambiar según la percepción del entorno, con la ayuda del paso del tiempo, y todo ello, para que los visitantes de ocasión estuviéramos a tono, evidenciando la emoción que nos causara aquella maravilla, de ahí que si se observaba con detalle y detenimiento, se podía ver en algún rincón sombreado, a la pareja de enamorados en aquel febril romance; y por otro, a la familia que gustosamente obsequiaba a los otros paseantes su mejor sonrisa, y deleitarse con aquella expresión de sorpresa en su ojos, como si esa fuera nuestra primera vez en ir a comulgar con la bendita naturaleza.

En una foto que palideció con el tiempo, aún se conserva intacta la jovial figura de una pareja de jóvenes amantes, y con ellos, el fruto de su amor correspondido con tres pequeños brotes vigorosos tomados de las manos, muy juntos, como debe de estar siempre la familia, sonriendo siempre para mostrar la gratitud a Dios por todas las bondades recibidas, para tener plena conciencia de lo que se trata en realidad la vida; y  que si bien es cierto, que hay colores que no reflejan la luz de aquellos días, les aseguro mis amados lectores, que si ven el interior de estos personajes, encontrarán un corazón que nunca deja de brillar, porque la luz que han recibido siempre, para no apagarse, les llegó directamente del Sagrado Corazón de Jesús, con el amor convertido en rocío, como la brisa suave que proviene de un manantial inagotable, como aquella cascada de amor, que a pesar del paso del tiempo siempre ha mantenido la eterna primavera de la floreciente unión de María Elena y Salomón.

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