Acomodando nuevas viejas cosas en el armario de mi estancia literaria, un buen día, encontré por casualidad unos diarios del ayer de mi vida;  cuando con paciencia y esperanza, trabajaba con ahínco por mi presente, con vistas al futuro, y en los momentos del día, a la hora que invita a la sabia reflexión, a escribir a más no poder me ponía, para dejar constancia de todo cuanto en mi entorno sucedía, y así fue que me encontré con las páginas de un libro que nunca escribí, al que titulé: La Fingida Democracia, y sacudiendo el polvo del prospecto, me permito compartir una de sus páginas con todos ustedes.

La fingida democracia me miró al paso, con aparente indiferencia, y aunque yo sabía que lo haría, no me inhibió su actitud grosera, porque más que resentimiento, su conducta evidenciaba frustración y coraje, por no haber podido doblegar, de manera alguna, la firmeza de mi arraigado ideario libertario; más, en mi mente, retumbaba la sentencia de sus sórdidas palabras: Nadie vive de orgullo, la necedad sólo evidencia el egoísmo. ¡Orgullo!… ¿Acaso la defensa de nuestros derechos nos hace arrogantes? ¿Acaso el velar por la equidad y la justicia te hace egoísta? Por qué me condenan al olvido, si todo este tiempo, con todos estos años he madurado, y aunque viejo o anticuado, más viejo es aquél que persiste en su ambicioso afán de tenerlo todo, sin importar dejar en el camino una estela de miseria, de pobreza sin igual.

La fingida democracia, como siempre, tiene planes, porque siempre tiene quién la siga y alimente, por eso no muere, ni de soledad, ni de hambre, sus pilares aparentemente fuertes a distancia, a detalle las fisuras exponen, y resana con más necesidades convenientes, y de parche en parche viste su estructura, aunque a nadie con conciencia convence, siempre atrae a los que tienen voluntad de hambre, mas no a los que tienen sed de justicia.

La fingida democracia tiene prisa, pues la sigue de cerca la verdad y con ella, las conciencias que decidieron despertar.

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