Ayer cuando niño, me encontraba en vacaciones de verano en el paraíso al que suelen llamar ahora pueblo mágico; ahí donde mis anhelos cristalizaron y no solo fueron sueños, ahí donde no había tiempo de prolongar un descontento motivado por un regaño, de ahí que el malestar era tan fugaz, que no alcanzaba a causar una herida tan profunda, que dejara una imborrable cicatriz en el cuerpo o en el alma, que nos hiciera evocar un mal recuerdo; todo malestar sanaba en forma inmediata, las lágrimas se secaban al viento, y el moco nasal que escurría hasta el labio superior, bastaba un pasón con el dorso de la muñeca de la mano derecha y después, para que no quedara huella, venía la embarrada en el pantalón para quitar la pegajosa humedad del moco; después de eso, todo se apreciaba de maravilla, el sol radiante, las plantas llenas de flores, el perfume que de ellas emanaba, el canto de las aves canoras, y en la cara, una sonrisa envidiable que en el ahora, pocas veces se ve, pero que sería deseable.
Ayer, en aquellas tardes de espera a la llegada de la noche, la abuela Isabel, como era su costumbre, solía llevar a la banqueta, frente a la puerta principal de la casa grande, su amada mecedora de madera, y como bien sabía que en aquella hora transitaba una buena parte de vecinos, colocaba el mueble de tal forma, que nada le impidiera saludar cual reina de carnaval, a toda la vecindad que por ahí pasaba. La recuerdo portando su delantal a cuadros cafés, mismo que al sentase, solía alisar, para que desaparecieran los pliegues y verse así más formal; mientras que yo, embelesado la observaba, sentado en el escalón que le servía de cimiento y fijo, a ambas hojas de la puerta de madera artesanalmente labrada, que contaba con sus dos postigos rectangulares con rústica protección, y el gran eslabón con aldaba para atrancarla por dentro. Los ojos pizpiretos de la abuela miraban con atención a cada peatón que caminaba frente a su casa, y nadie, ya sea por respeto o por educación, dejaba de saludarla, anteponiendo como parentesco la categoría de tía y preguntar de pasada por el tío Virgilio, muy respetado y querido por la gente del pueblo; y extrañado de tanto parentesco le pregunté: Abuela ¿qué tantos sobrinos tienes? Y ella contestaba: Todos somos familia, todos tenemos parentesco, y continuaba dándole vuelo a la mecedora, un tanto para sentir el fresco de la tarde y espantar el mosco, otro tanto, para sentirse niña, y yo la seguía observando con verdadero embeleso, tratando de grabar en mi mente cada gesto, cada palabra, cada sonrisa, porque muy adentro, sabía que un día, a esa mecedora se le acabaría el vuelo, y dejaría de escuchar también el rechinido de la madera producido por el continuo movimiento acompasado, por eso, en un impuso sentimental me acerqué y tomé su mano, tan suave, tan trabajada, de piel tan delgada, que pensé que si apretaba un poco más se rompería, por eso, preferí tocarla con mis labios, y ella sorprendida me dijo: ¿Pero qué haces hijo? Nada abuela, que quiero tu mano besar, porque te amo y te extraño. ¿Me extrañas? respondió. Pero si aquí estás conmigo. Sí abuela, le contesté, pero algún día que espero sea en mucho tiempo, yo sé que te voy a extrañar, así como extrañaré tu continuo mecer y rechinar de este tu mueble de madera que te hace parecer una reina en este lugar.
Ayer, un día como hoy, recuerdo que me obséquiate tu mecedora de madera, misma que llevé conmigo a mi hogar, y cuando estuve casado y venía en camino mi primogénita, le dije a la que es mi mujer, mécete por las tardes, que el bebé que está por venir, se acostumbre a ese armonioso vaivén y escuche el rechinido de la madera, para que cuando más adelante te pregunte, le recuerdes lo mucho que se ama a las abuelas.
Para mí, mi abuela fue siempre la reina de San Francisco, Santiago Nuevo León, para mí, la magia de ese pueblo siempre fue y será su maravillosa gente. Y yo observando pude grabar a toda esa generación que sigue viviendo en mi mente, hoy como ayer.
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