Ayer, cuando caía la tarde, me paraba en el marco de la puerta principal de la casa grande, para ver cómo la luz del esplendoroso día, empezaba a despedirse, no sé por qué me ponía triste  ver aquel maravilloso espectáculo, pero intuía, que se debía a que algo muy adentro me decía, que algún día todo aquello que había disfrutado cuando niño, habría de terminarse. ¿Cómo dejar escapar tanta dicha en esos momentos irrepetibles al lado de los abuelos? ¿cómo poder olvidar las largas jornadas y desvelos, trabajando y platicando todo lo que ellos habían vivido, ayer, cuando fueron niños, ayer cuando fueron jóvenes, cuando se conocieron y se amaron, cuando vinieron los hijos y después los nietos? Tal vez hicieron lo mismo que yo,  se paraban en el marco de la puerta de la casa grande y esperaban la caída de la tarde, para  mirar aquel hermosos cielo cubrirse con la cortina de la noche; tal vez como yo, se decían: Por mas nostalgia que siento, al ver como se va el día, la noche, la espectacular noche, con aquella inmensidad de luminarias celestes, rodeando a la luna más hermosa, compadeciéndose de mí, me decía: No te pongas triste, es imprescindible que todo lo que tiene vida en la tierra, tenga que descansar para recuperar la energía que derrocha, desde  que el sol envía sus primeros rayos a esta tierra bendita.

Llegada la noche, iluminada la calle con un farol que pendía del poste, apenas se podía caminar temiendo tropezar y caer al andar por aquella banqueta estrecha tan añosa, hecha seguramente por algún albañil allegado a la familia, hecha para siempre, para una eternidad, como pensaba yo de la gente de ese maravilloso pueblo, que como una pintura inmortal, pendía de aquel maravillo tiempo; y me preguntaba, regresando a la banqueta, si alguien más que yo había notado aquellos perfectos círculos  estampados que la hacían lucir perfecta, que tanto me llamaban la atención cuando siendo un niño, tirado en el suelo, trataba de contar las pequeñas muescas  de esos grabados parecidos a  finos engranes de relojería.

Ayer, a mi congoja inexplicable, se sumaba de vez en cuando una respuesta enérgica del cielo, tal vez ante el reclamo de aquel niño que no quería dejar la tarde y en respuesta recibía una enorme cantidad de relámpagos, que tratando de unir su fuerza, querían iluminar  el marco de la puerta y con él mi vida.

Así eran las tardes noches de la comunidad de San Francisco, Villa de Santiago, frente a la casa de mis amados abuelos Vigilio e Isabel y de sus hijos Concepción, Arturo y Ernestina.

enfoque_sbc@hotmail.com