Caminaba por aquella extensa huerta de naranjos al lado de mi abuelo materno; era Virgilio Caballero Marroquín un hombre enamorado de su trabajo y más de la tierra donde florecía la vida; aunque su estatura era mediana, a mis quince años, a mí me parecía que su zancada era larga, pues yo tenía que apurar el paso y en mi prisa, solía tropezar con los surcos, de pronto se detuvo y haciéndose el sombrero hacia atrás, despejó su amplia frente para observar a un robusto árbol colmado de naranjas, eran tantas que se me dificultaba contarlas, pero aquella suficiencia, imagino, le dificultaba al naranjo una efectiva nutrición, de ahí, que muchas frutas tocaban tierra, ya sea por madurez, o por haber sido picadas por los pájaros, que seguramente también disfrutaban al alimentarse del dulce néctar. Mi abuelo permanecía parado mirando al frente tratando de encontrar el lejano límite de su huerta, el calor de ese día era húmedo, de ahí, que ambos sudábamos como si estuviéramos en un sauna; aquel maravilloso hombre de campo, volteó a verme y vio como me escurría el sudor por la frente, entonces, sacó su paliacate del bolsillo trasero de su pantalón de color caqui, pero al ver el perlado salino resbalar por la piel de su cara, respetuosamente lo rechacé, entonces, inclinando su cuerpo hacia el frente, dobló sus rodillas y se puso en cuclillas, extendió su brazo derecho y tomó en su mano una naranja del suelo, se incorporó, y cambiando la fruta a su mano izquierda, y con la mano libre, sacó de la funda su navaja que siempre llevaba al cinto y al comprobar que el fruto tenía un orificio, como si fuera un experto neurocirujano, extirpó el mal de la misma, el corte fue  amplio, pero así se aseguró que no quedaría tejido anómalo, cortó a la mitad la naranja y me ofreció la mitad que estaba libre de cualquier mancha, después dijo: Esto te quitara la sed por un rato. Con timidez tomé la media naranja, lo que no pasó desapercibido por mi abuelo, por lo que preguntó: ¿Te pasa algo? Nada abuelo, le respondí, sólo que temí que el mal de la naranja  caída podría estar más profundo, lo que le daría mal sabor; mi abuelo sonrió de buena gana y contestó: Tómala con confianza, no seas como aquellas personas que diciéndose justos, por dar lo que creen que es lo mejor,a otros, les hacen creer que es necesario cortar de raíz el árbol, para mejor sembrar uno que a su entender dará mejores frutos, olvidando que un  naranjo puede ensayar sus primeras naranjas después de tres años, y otro tanto, para considerarse de calidad y suficientemente maduro, para obsequiar al hombre el fruto perfecto; qué sería de ésta hermosa huerta, si uno de estos iluminados pensara que la fruta caída refleja la salud de todo el árbol, yo te aseguro, que no quedaría ni un solo árbol de pie en  esta tierra bendita. Entonces, un poco confundido pregunté: ¿Y por qué un hombre querría terminar con toda la huerta? Y mi sabio abuelo contestó: Seguro que él fue algún día como esas naranjas caídas, estaba en un lugar determinado, pero no contento, buscó estar lo más alto que podía, y al lograrlo, se expuso a que los pájaros lo picaran y con ello el mismo árbol lo expulso de sus ramas, para dárselo a la tierra como abono.

Moraleja: No juzgues a todos por la ambición de creer que se es perfecto, si deseas cortar el mal, corta tan sólo lo que está podrido, para que los demás puedan disfrutar lo que tiene el árbol. No le toca al hombre renovar en su totalidad al mundo, eso sólo le corresponde a Dios.

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