El día era frío y lluvioso esa tarde de invierno, y yo a mis 4 años, me encontraba parado sobre una silla, frente aquel gran ventanal, cuyos vidrios estaban empañados por el vaho, y yo tratando de limpiarlos para poder observar a la gente que presurosa caminaba por la calle; algunos portaban paraguas, otros, sólo impermeables, no faltó el que cubría su cabeza con un sombrero con un protector; estaban por dar las 6 de la tarde de ese viernes cualquiera, y yo me encontraba parado sobre la silla, tratando de ver para afuera, fue entonces cuando llegó mi madre y me tomó por sorpresa, pero al verme de puntillas sobre la silla, de inmediato pensó que estaba corriendo un inminente peligro de caer, y angustiada grito: Salomón, bájate inmediatamente de ahí; pero permanecí en aquel sitio, pues era tanta mi curiosidad por saber quiénes eran aquellas personas y a dónde se dirigían, por eso es que no parecía escucharle, entonces, me tomó por la cintura, y enseguida, sentí un jalón y sus fuertes brazos apretaban mi vientre, y ya en vilo, me depositó en el suelo; mas mi madre, sin disimular su enojo, con voz firme y sonora me preguntó: ¿Quién te tiene parado ahí, frente la ventana? ¿Acaso no ves el peligro que corres de caer? No, madre, no lo veo, como no veo muy claro a través de los cristales de las ventanas. ¿Y pensabas quedarte todo el resto del día ahí? No, madre, solamente hasta que el cristal se aclare al limpiar todo este vaho que no me deja ver. Mi madre me llevó a sentar en sus piernas, mientras ella misma se sentaba también sobre la mecedora, y con aquel armonioso vaivén empezó a arrullarme, y entre dormido y despierto, me empezó a contar aquel cuento de las personas que salían  tarde de su trabajo y no tenían ningún quinto para tomar un autobús o un taxi, de ahí, el hecho de que pasaran frente a nuestra casa de lunes a viernes. ¿Por qué sabes eso tú? le pregunté curioso, y ella me contestó, porque yo, por mucho tiempo miré a través de esos cristales, empezaba a las 3:30 de la tarde y no podía dejar de mirar, hasta que el día perdía su esplendorosa claridad. ¿Y a quién esperabas ver a través de la ventana? ¿A quién esperas  ver tú? me dijo ella, mientras un par de lágrimas rodaba por sus hermosas mejillas. Yo, sólo espero ver si alguno de esos señores que cubren su cabeza con un sombrero, al mover yo mis brazos, se anima a voltear, para ver a quién tú has esperado tanto tiempo llegar. Anda muchacho, ya duérmete, tal vez, al cerrar los ojos, tú también lo puedas soñar, porque, aunque sea tarde, no lo será tanto y él regresará un día como suele hacerlo; ahora, ahora hace frío y tu hermoso corazón necesita del calor que sólo una madre puede darle. Y así, así me fui quedando dormido, esperando despertar con las caricias de mi padre, para escucharlo decir: ¡Despierta ya flojo! yo sé que eres un buen niño y seguramente, algún día llegarás a ser un buen padre, aunque yo, yo me haya tardado un poco en llegar.

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