Hace unos años me invitaron a un curso de desarrollo humano, me percaté que los asistentes éramos de diferentes edades y sexo, pero teníamos en común el estar relacionados profesionalmente con el sector salud. Cuando se dio la introducción del motivo del evento, entendí que el objetivo principal, era sensibilizarnos para mejorar nuestra actitud ante los usuarios y las relaciones interpersonales como prestadores de los servicios. En el diseño del programa, se tomó en consideración el abordar una serie de temas cuya carga emocional nos llevara a desbordar nuestros sentimientos humanísticos, y con el apoyo de dinámicas, se logró el establecimiento de un clima de amorosa hermandad. Recuerdo que en una de ellas nos pedían que nos formáramos de acuerdo a la fecha de nuestro nacimiento, como observé que entre los asistente había personas cuya apariencia física denotaban mayor edad a la mía, tomé un espacio intermedio en la fila, pero cuando el facilitador nos pidió que manifestáramos de viva voz la fecha de nuestro natalicio, poco a poco me fueron reacomodando en el lugar que realmente me correspondía, y así fue como quedé en el penúltimo lugar; confieso que sentí algo de pena, por haberme ubicado de inicio en el lugar equivocado y posteriormente quedar en evidencia.
Conforme transcurría el tiempo, y al paso de un tema a otro, con frecuencia se solicitaba mi opinión, y para ello, dejé salir libremente mi lado espiritual, lo que agradó sobre todo a los asistentes de mayor edad. En uno de los recesos se me acercó un grupo de jóvenes para preguntarme datos personales tales como: mi edad, el lugar de trabajo, mi estado civil, mi religión y algunas cuestiones familiares; y en razón de esto último, los años que tenía de casado, y al saberlo, surgieron otras preguntas, entre ellas el cómo le había hecho para mantener todos esos años una buena relación con mi cónyuge, ya que algunos, habían tenido la experiencia matrimonial sin obtener buenos resultados; pues en las opiniones expresadas con antelación, muchos se inclinaban por la idea, de que existían sólo dos maneras de poder mantener la estabilidad en el matrimonio; la primera, renunciado a sí mismo para agradar en todo al cónyuge, y la segunda, teniendo una esposa sumamente inteligente como para no contrariar a su marido.
Pues bien, externé mi opinión, les dije que consideraba al matrimonio como un proceso del desarrollo humano que se da en etapas, y donde existen factores concordantes de vital importancia para mantener una relación saludable; y discordante, para evidenciar con oportunidad las fisuras que pudieran ser motivo de un quebranto.
En los factores concordantes prevalece la naturaleza bioquímica que interviene en la atracción, el deseo mutuo de pertenecerse, hasta formar un solo cuerpo, y culminar con la procreación, asegurando con ello la perpetuidad. En lo que podríamos llamar la segunda etapa, tienen mayor injerencia la capacidad psicológica de la pareja para establecer un equilibrio entre los factores concordantes y los discordantes, en ella, se definen los roles en la familia; aquí, podrían aparecer los primeros indicios de la fragilidad de la relación, al evidenciarse una lucha por el liderazgo. Cuando el padre es el único proveedor, se corre el riesgo de que se establezcan límites rígidos, y lo mismo ocurre, si la madre es la única proveedora. El hombre suele reclamar para sí el mando absoluto en la relación, más, si es justo, declinará hasta establecer una relación democrática.
En la tercera etapa, predominan los factores divergentes, el trabajo absorbe a uno de los cónyuges o a los dos, la maternidad por otro lado tiene más peso que la paternidad, pero el hombre sigue reclamando la misma atención de la primera etapa, y por cuestiones inherentes al reclamo maternal de los críos, la satisfacción de sus necesidades disminuyen hasta un 50%; ahora las fisuras son verdaderas fracturas; la relación se tambalea, el hombre experimenta lo que han dado en llamar la primera crisis de la edad, y busca la atención que dice no se le está otorgando en su matrimonio, la mujer minimiza los riesgos y confía, en que tendrá más peso los valores morales de la relación, pues justifica sobremanera que el reclamo de su cónyuge es injusto y está fuera de lugar. Los factores bioquímicos de nuevo tienen prevalencia, pero en esta ocasión validando las necesidades individuales y pueden aparecer las distracciones extramatrimoniales, poniendo en riesgo la relación. Más, cuando en la cimentación de la relación intervino el factor espiritual, ninguno de los factores discordantes podrá vulnerar la unidad.
Curiosamente mi narrativa no fastidió a los presentes, algunos parecieron no haber entendido, porque los sucesos detallados tal vez reflejaron las etapas por las cuales atravesó su joven relación, otros agradecieron de corazón la historia, tal vez les sirvió de inspiración para sortear con éxito lo que posiblemente les esperaba.
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