He platicado en otras ocasiones que mi abuelo materno de nombre Virgilio Caballero Marroquín, era un exitoso comerciante de San Francisco, comunidad  del Municipio de Santiago Nuevo León; entre otros negocios, tenía una tienda de abarrotes, una carnicería, compraba y vendía huertas frutales, ganado menor, y tenía una concesión de autos de alquiler; era un hombre trabajador a más no poder, cuyo recio carácter se había forjado precisamente en la cultura del esfuerzo desde su niñez, difícilmente  sus nietos podríamos  aspirar a tener su fortaleza y su habilidad empresarial, pero, él se empeñaba en tratar de transmitirnos sus conocimientos para “hacernos hombres de bien”, situación que no acogíamos con agrado, porque queríamos disfrutar nuestra niñez a plenitud, sobre todo, en los periodos vacacionales de verano. Si bien es cierto que el abuelo era enérgico y exigía que se cumplieran cabalmente con las reglas que imponía a todos los que nos hospedábamos en su casa, también lo era, el hecho de que sabía recompensar generosamente nuestros esfuerzos cuando, satisfecho, veía que su descendencia sacaba la casta y demostrábamos carácter para forjarnos un futuro honesto basado en sus principios morales.

Recuerdo cómo después de aquellas largas faenas, mi primo Gilberto Medellín Caballero y yo, sin haber tenido fuerzas ni deseo para ducharnos, caíamos rendidos en los colchones que yacían tendidos en el suelo, y muy temprano nos levantaban para seguir trabajando, pero antes, procurábamos bañarnos, utilizando una manguera que se encontraba en el área de lavandería, por cierto, el agua a esa hora de la mañana parecía haber sido sacada del refrigerador,  y para evitar la hipotermia solíamos brincar todo el tiempo, aun así, terminábamos temblando con los labios  morados y las manos de “viejito”, nos secábamos rápidamente,  nos vestíamos y  acudíamos  presurosos al comedor, donde ya nos esperaba  nuestra amada  abuelita Isabel Saldívar, con una  buena taza de café negro recién hecho, un par de huevos revueltos o fritos en manteca de puerco, frijoles, un molcajete hasta el tope de salsa de tomate con chile piquín  y tortillas recién salidas del comal, preparadas  con esmero, con las experimentadas manos de la tía Lala, en el metate de piedra; y apurando el taco, apenas terminábamos para estar más que dispuestos a recibir las instrucciones de trabajo del abuelo: ayudar al tío Arturo en la carnicería,  asear los corrales, darle el alimento a los animales,  auxiliar a la abuela en el gallinero, regar los árboles frutales y salir a vender carne casa por casa con un canasto. Por la tarde, salir a vender chicharrones de res, longaniza o rebanadas de fruta de temporada. Por la noche, ayudar a Chonita en la tienda de abarrotes, acomodando la mercancía en la bodega,  surtiendo las despensas, atendiendo a los parroquianos; moliendo café en grano, rellenar el depósito de granos de maíz. Trabajo siempre había, y no renegábamos por ello, aunque estuviéramos al final del día rendidos de cansancio.

Al término de las vacaciones,  mi madre me preguntaba cómo me había ido y cómo me habían tratado; le hablaba de todo lo que había aprendido, de la satisfacción del abuelo cuando cumplíamos las tareas,  de las caricias de la abuela sobre nuestras cabezas, de sus añorados besos, reconociéndonos abiertamente como hombres de trabajo; de las promesas de Chonita de llevarnos a comprar ropa, porque nos lo habíamos ganado; entonces, mi madre me hacia otra pregunta con una disimulada sonrisa ¿Acaso eso quiere decir que volverás el próximo verano? Y le contestaba: no sólo volvería, si pudiera quedarme aquí toda mi vida, lo haría.

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