Mi madre siempre procuró la unidad familiar. Durante nuestra juventud, cuando se estableció como proveedora de muebles de oficina, y logró, por su tenaz esfuerzo, tener mayor solvencia económica, adquirió una Combi, que lo mismo le servía para transportar sus productos de venta, como transporte cuando viajábamos. Resulta que, siendo uno de los hijos   mayores, me nombró chofer oficial a los 18 años, de tal forma, que además de encargarme de preparar el vehículo y revisar todos los puntos de seguridad, tenía que auxiliarla a preparar a toda la prole, asegurarme de que nada se olvidara y que todo el equipaje quedara bien acomodado; después venía la ubicación de cada uno de los pasajeros en el interior del vehículo, tratando de que no quedaran juntos, los que por lo general, durante el trayecto, solían generar algún pleito, lo que ocasionaba mortificación a nuestra madre, y que en su desesperación, me pedía detener el vehículo en algún sitio para poner orden, y advertirles que de seguir las discusiones nos regresaríamos a Cd. Victoria.

Siempre me gustaba hacer un plan de viaje, contemplando desde la hora de levantarnos, el tiempo que llevaríamos en arreglarnos y hacer el equipaje, la hora de partida,  la hora de compartir un lonche en el camino, las paradas oficiales para ir al sanitario, el receso en el lugar donde mi madre compraba algunos productos alimenticios de la región, para llevarles a mis abuelos maternos; en fin, todo se llevaba a cabo con mucha precisión y solíamos llegar con la ayuda de Dios a nuestro destino sanos y salvos.

Por lo general, al llegar a la casa grande, y estacionar la Combi, nos encontrábamos a mi abuela Isabel saliendo del hogar, rumbo a la tienda de abarrotes de la familia, yo tocaba el claxon para anunciarnos, y ella detenía su marcha, se volteaba a vernos y sus lágrimas rodaban por sus mejillas, tomando su chal para secarlas; entonces mi madre también empezaba a llorar. Un día le pregunté: Mamá, ¿por qué la abuela siempre llora cuando llegamos? Ella con sus ojos llenos de lágrimas me contestó: Seguramente se emociona mucho al vernos. Y continué diciéndole: ¿Así como tú te emocionas también?  Sí, respondió ella. Entonces comprendí, que por más que una madre acepte separarse de sus hijos, siempre le dolerá en el alma hacerlo, y las lágrimas que se derraman por un motivo de alegría, son el preludio de una nueva separación.

No puedo imaginar cuántas lágrimas derramó mi madre cada vez que uno de sus hijos tuvimos que separarnos de ella, buscando forjar nuestro futuro, o para formar nuestro propio hogar; ni cuántas     más derrama actualmente, cuando en su vejez, quisiera retenernos el mayor tiempo posible a su lado, pensando tal vez, en lo cerca que está el último viaje que haremos juntos.

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