Porque no basta con la ley escrita. No es suficiente el código, el reglamento, el decreto. Sin ética, sin el deseo genuino de hacer el bien, las normas son cáscaras vacías que se quiebran al primer golpe de la corrupción. Las instituciones pueden parecer fuertes, pero si en su interior están podridas, caerán como árboles huecos al menor viento de la adversidad.
El verdadero líder no es aquel que busca su beneficio personal, ni aquel que encubre su vileza con discursos de papel. El verdadero líder es aquel que comprende que la política no es el arte del engaño, sino el arte de la justicia. Porque si la política no se construye sobre la base de la virtud, si el poder no se alimenta del bien común, entonces el gobierno se convierte en tiranía, y la república en un campo de ruinas.
¿Queremos pueblos prósperos? Que nuestros gobernantes sean justos. ¿Queremos naciones fuertes? Que nuestros líderes sean prudentes. ¿Queremos un futuro digno? Que quienes detentan el poder comprendan que su deber no es servirse a sí mismos, sino servir a la grandeza de la comunidad. Porque cuando la ética se aparta del gobierno, el abismo no tarda en abrirse bajo nuestros pies.
No es una cuestión de ideologías, ni de colores, ni de banderas. Es una cuestión de esencia, de moral, de esa fibra invisible que sostiene el orden y evita que caigamos en la anarquía de los egoísmos. La virtud es el alma de la política. Sin ella, no hay ley que nos proteja, no hay institución que nos salve, no hay civilización que perdure.
¿Lo hemos olvidado?