El último frío que estremeció la piel del cuerpo que custodia el alma mía, que con ansia verdadera espera la llegada de la amable primavera, que igual de temerosa, como la diáfana gota de rocío que pende temblorosa de la nívea flor de azahar, del venerable naranjo que me acompaña hoy y me acompañó en el tiempo ido, percibe ahora el pensamiento afortunado, de este hombre acostumbrado a dialogar con su árbol, que hoy platica tan quedo como un susurro, que se libró de la muerte que suele acompañar, en ocasiones, al invierno crudo y despiadado.
Permiso te pido árbol del eterno conocimiento, para tomar el rocío con el que fueron bañados tus azahares, tomar deseo del líquido que no pudo contenerse en el aire cuando pasó del largo el último aire frío del invierno, para dar paso, a una estación más tibia y agradable.
Frotar mis manos quiero con el vital perfume de tu esencia, que lo mismo atrae lo vivo, que da esperanza, y que genera vida en el fruto jugoso tan deseado, que tomo con tal delicadeza entre mis manos y beso con ternura con mis labios, para deleitarme con el dulce néctar, que me nutre con su vasta y siempre anhelada sabiduría plétora de amor, que tomó para sí de la madre tierra.
Mi árbol y yo compartimos la misma esencia espiritual que nos mantiene unidos, aunque muchos disientan de esa amable relación, porque nada parecido encuentran en la carne y la madera, por eso les parece extraña, imposible, dicen, y tan distante, tristemente a ellos se les olvida, que para Dios no existen imposibles en el cielo y en la tierra, Él sembró con amor los primeros árboles para ser el pulmón de nuestro mundo, y aunque no parezcamos ser iguales, ellos con su función, garantizan la existencia del hombre en el paraíso dado y prometido, el Señor no se equivoca, están aquí, para que juntos, naturaleza y espíritu, vivan.
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