Le escribo al viento que se mueve con libertad, al suave viento y al furioso, al que refresca y calienta, al viento de la ingrata ignorancia y al de la sabiduría milenaria, al viento apático e indiferente que llega y pasa sin presentarse, al que empolva y desempolva, al que construye obras de arte y destruye la obra humana.

Le escribo al viento que se siente dueño de voluntades, el que se coronó rey de la naturaleza, el que dobla lo mismo a la endeble espiga que al fuerte roble, al del silencio absoluto en el ruido infinito, al que aclara o nubla el panorama.

Le escribo al viento sordo que no se escucha a sí mismo, pero que puede verlo todo, al viento que entra y sale, al que se desliza, se arrastra o se expande, al viento moldeable que se acomoda y se amolda, pero lo mismo no se queda.

Le escribo al viento de la montaña, al del desierto, al de la pradera, al mismo viento de la zona urbana que se pasea entre la miseria humana.

Le escribo ahora que no me alcanza, porque mi palabra es más rápida y más certera, porque lo mismo habrá de quedarse en el pensamiento de aquellos que así lo quieran.

Le escribo, no porque no tuviera a quién escribirle, sino porque escribirle puedo y si mi pensamiento con la ignorancia choca, lo mismo seguiría ocupando espacio.

Le escribo ahora, porque mañana escribiré otra cosa, pero ésta, tal vez no sea la que envilece, la de la vergonzosa lisonja, la de la conveniencia descarada, la de la palabra que se vende, la misma que deshonra y esclaviza a la libre expresión ganada con el llanto y con sangre derramada.

Le escribo al viento, porque éste no tiene un nombre que pueda comprarse o venderse y no tiene más interés como yo que hacer lo suyo, y si en su natural trayecto alguien osara frenarlo, seguramente perdería su tiempo.

Escribir y hablar con la verdad, y con ello no perder la dignidad, para hacer de este noble oficio un natural y libre orgullo.

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