Imaginemos una casa en llamas. Adentro, los dueños no buscan apagar el fuego ni rescatar a nadie. Están peleando por quién se sienta en el sofá. Ese es el espectáculo político moderno: una lucha encarnizada por administrar un desastre que a nadie le interesa resolver.
La política, tal como la conocemos, no está diseñada para servir al bien común. Está hecha para perpetuar su propia maquinaria, como una empresa que vende remedios que no curan, pero que mantienen al paciente justo lo suficientemente enfermo como para seguir comprando. El poder, en vez de ser un medio para hacer el bien, se convierte en un fin en sí mismo. Y eso lo pervierte todo.
En este teatro grotesco, los partidos políticos funcionan como equipos de fútbol: generan lealtades irracionales, promueven rivalidades vacías y logran que millones defiendan siglas sin preguntarse qué representan. La política ha dejado de ser un espacio para pensar juntos cómo vivir mejor y se ha transformado en un campo de batalla simbólica donde el objetivo no es entender, sino vencer.
El problema de fondo no es la corrupción, aunque la haya, ni siquiera la falta de líderes aunque escaseen. El problema es estructural: la política parte del deseo de poder. Y el deseo de poder, una vez desatado, no conoce límites. No se contenta con servir, quiere dominar. No escucha, impone. No busca justicia, busca control.
Quien entra en ese juego, incluso con buenas intenciones, termina convertido en una pieza más. Porque el sistema no premia la virtud, premia la eficacia. Y la eficacia en política no significa hacer lo correcto, sino ganar. Ganar elecciones, ganar influencia, ganar aplausos. Es como meter a un idealista en un casino y pedirle que no apueste: tarde o temprano, la lógica del lugar se lo traga.
Por eso, tal vez deberíamos dejar de buscar salvadores en las boletas. Quizá haya que dejar de esperar que alguien desde arriba arregle lo que está podrido desde abajo. Porque la política, tal como está diseñada, no eleva el alma: la degrada. No necesita ciudadanos lúcidos, sino obedientes. No tolera la verdad, la convierte en eslogan.
Tal vez el mayor acto político hoy no sea militar en un partido ni votar por el “menos peor”. Tal vez el acto más radical sea cuidar el alma propia: resistir la lógica del poder, cultivar la atención, actuar con justicia aunque no convenga, pensar por cuenta propia aunque nadie escuche. Como quien decide salir de la casa en llamas, no para huir, sino para empezar a construir otra cosa.
Porque si la política nos ha llevado hasta aquí, esperar que nos salve es como pedirle al fuego que sea el arquitecto.