Un buen día, cuando mi nieto mayor tenía 12 años me preguntó: Abuelo, ¿cómo puedo saber si una mujer es bella? Le contesté con otra pregunta: ¿A tu edad qué te ha gustado de las mujeres? Él se quedó pensando unos momentos y me contestó: Me he dado cuenta, que me siento muy a gusto cuando las chicas tienen una plática interesante, cuando ponen atención a los que yo platico, cuando me sonríen, cuando yo sonrío, cuando encuentro que ellas tienen los mismos gustos que yo por las cosas, como las canciones que escucho, las películas, los lugares que suelo visitar. Sin poder evitarlo, su narración me fue introduciendo poco a poco a una evocación de mi pasado, ayer, cuando a su edad, tan sólo el hecho de pensar en la posibilidad de tener contacto visual o verbal con alguna compañera de escuela o alguna vecina del barrio, me causaba una especie indescriptible de temor, pues, fuera de mi madre y mis hermanas, nunca me di la oportunidad de hacer amistad con alguna persona del sexo opuesto a esa edad; me preguntaba qué podría platicar con ellas que no les pareciera extraño y que por ello evitaran mi compañía, porque, aquello se podría interpretar como complicado, por ser de difícil definición a nuestra edad, en esa época; en mi mente de adolescente me preguntaba otro tipo de cosas, aquellas que involucraban más el conocimiento de sí mismo, para poder entender por qué había situaciones, que sin tocarte físicamente podían causarte dolor; o tratar de dilucidar las diferencias entre lo malo que se generaba en una persona buena, o lo bueno que podía salir de una persona considerada como mala.
La natural y saludable definición de mi nieto, sobre la belleza en una persona de sexo opuesto, me llenaba de gozo, pues imaginaba, que en estos tiempos, todos los adolescentes podrían tener pensamientos de un adulto, en los que al preguntarles sobre la definición sobre la belleza de una mujer, por lo general describen los atributos de su físico: Hermosas facciones, bellos ojos, labios sensuales, senos y glúteos perfectos, exquisitos brazos y piernas; de ahí, que muchas mujeres se esfuercen en tener un cuerpo, a los que han dado en llamar perfectos, primero, por ser estos aprobados por el varón, y ahora por sentir la satisfacción de agradarse a sí mismas, incluso, sin importarles la opinión de los hombres.
Mi nieto me sacó de mi cavilación, elevando un poco la voz en forma de reclamo, pues esperaba con ansia mi respuesta a su pregunta; y entonces le contesté: La mujer es bella por todo lo que me has dicho; cuando te sientes feliz por estar cerca de ella, cuando te das cuenta que tiene la virtud de poder escuchar y de transmitir el mensaje de amor que te hace recordar que es tan tuya, como tú eres de ella respetando la individualidad, aunque hipotéticamente se busque formar una sola persona, cuando te hace sentir que no hay cosas tuyas o de ella, sino cosas que son de ambos; la mujer es bella cuando puedes ver lo grandioso de su alma a través de una mirada, que lo mismo te refleja como hijo, como padre, como hermano, como el hombre que irá madurando con el tiempo hasta comprender, por qué el unigénito de Dios necesitó de una madre amorosa para venir al mundo a ponernos a salvo de nosotros mismos. Hasta que dije esta última palabra, me di cuenta de que mi mirada se perdía en un punto infinito; después la dirigí hacia los ojos de mi nieto, quién parecía fascinado o tal vez más confundido con mi respuesta.
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