El término gentrificación proviene del inglés gentry, que alude a la pequeña nobleza urbana, y fue acuñado por la socióloga Ruth Glass en la década de 1960 para describir un fenómeno social urbano en Londres: Sectores populares comenzaban a ser habitados por clases medias o altas, transformando el entorno y desplazando a los residentes originales. Hoy, el término se ha globalizado y se refiere a ese proceso de “embellecimiento” de zonas antes marginalizadas, muchas veces acompañado por un aumento acelerado en el costo de vida. ¿Estamos ante una recuperación urbana positiva o ante un mecanismo de exclusión sofisticado?
Las grandes metrópolis del mundo ofrecen múltiples espejos de este fenómeno. En Nueva York, barrios como Brooklyn o Harlem han cambiado drásticamente su rostro: Lo que antes eran zonas estigmatizadas o de bajos ingresos, ahora albergan cafeterías orgánicas, estudios de yoga y alquileres impagables para sus antiguos habitantes. Berlín, una ciudad que se enorgullecía de su asequibilidad, ha visto protestas masivas contra la subida de rentas en barrios como Kreuzberg o Neukölln, donde el capital internacional ha entrado con fuerza. San Francisco, epicentro tecnológico, se ha convertido en uno de los lugares más caros del mundo, empujando fuera a poblaciones históricas afroamericanas y latinas, todo en nombre del “progreso”.
México no está exento. En ciudades como la Ciudad de México, Guadalajara o Tulum, la gentrificación comienza a hacerse sentir con fuerza. En colonias como la Roma, Condesa o Escandón, el arribo de nómadas digitales, turistas de largo plazo y capitales foráneos ha disparado los precios de alquiler y los servicios. A favor del fenómeno, algunos argumentan que revitaliza zonas abandonadas, mejora la infraestructura, atrae inversiones y reduce la criminalidad. Sin embargo, las voces críticas señalan que también desplaza a comunidades vulnerables, desarraiga historias barriales y rompe el tejido social. Una preocupación creciente es la entrada de fondos de inversión que compran decenas o cientos de propiedades, controlando la oferta y manipulando los precios del mercado, lo cual convierte la vivienda en un bien especulativo más que en un derecho.
Quizá la gentrificación no deba juzgarse como buena o mala en sí misma, sino en función de cómo se implementa y a quién sirve. La regeneración urbana es necesaria, pero no a costa de borrar a quienes dieron vida a esos espacios. La solución no está en detener el cambio, sino en gestionarlo con políticas públicas inteligentes: Regulaciones del mercado inmobiliario, acceso garantizado a vivienda asequible, participación vecinal y límites al capital especulativo. La ciudad ideal no es la que se embellece para unos pocos, sino la que se transforma sin perder su alma.