Mi padre solía decirme que yo le daba muchas vueltas al asunto cuando quería pedir algo, pero, esa manera de ser, la había adquirido precisamente, porque en mi niñez, él me había enseñado que para obtener algo en la vida,  era necesario ganárselo a pulso, por eso, procuraba esforzarme mucho realizando actividades que deberían redituarme un beneficio, esto, no necesariamente se debía traducir al rubro económico, a mí me bastaba con conseguir llamar su atención y obtener de él unas cuantas palabras, tales como: Bien hecho hijo; te felicito, te quedó muy bien, sigue superándote; pero, ya sea porque él no tuviera tiempo o simplemente porque nunca pensó lo que significaba para mí el obtener su aprobación, no recuerdo haber escuchado lo que tanto anhelé; de ahí que me empecé a acostumbrar a esforzarme para realizar mis actividades lo mejor que podía, y a no recibir muestras que gratificaran mi ego por hacerlo; sin embargo, me llamaba la atención, que muchos de mis amigos, además de felicitarlos, les obsequiaban algún presente cada vez que sobresalían.

Por mucho tiempo acepté el hecho de que en realidad no era merecedor de recibir palabras de aliento, porque incluso, había otras personas de “autoridad” que llegaron a reafirmar la sentencia de que todo lo que lograra en la vida para reafirmar mi autoestima, debería de considerarlo como una obligación, más que considerarlo un triunfo meritorio. Recuerdo que a uno de mis maestros, en la universidad, le agradaba felicitar a los alumnos de promedios más sobresalientes; mis calificaciones, si no eran del todo excelentes, eran buenas, pero tenía la necesidad de recibir ese estímulo de parte de mi mentor, y me esforcé, obteniendo una calificación alta; cuando el catedrático dio los resultados no dijo nada, entonces me acerqué a él y le dije: Qué le parece maestro, logré superar con mucho mi promedio; entonces me dijo: Cómo no lo ibas a lograr si el día del examen, yo fingí dormitar un poco para que pudieras copiar. Y le contesté: no me diga eso maestro, cómo pude haber copiado, si estaba sentado precisamente frente a usted; tristemente después comprobé, que el maestro ni siquiera sabía mi nombre.

Al término de mi carrera, al acreditar mi examen profesional, no quise darle la noticia a mi padre por teléfono, así es que, salí temprano de Tampico y llegué a Cd. Victoria, directamente al lugar de su trabajo particular, titubeé un poco antes de sacar el acta de examen profesional, mi progenitor parecía escucharme, pero fijaba su vista en el microscopio, y al darle la noticia me dijo: ¿Acaso no era esa tu obligación? Y después puso de ejemplo el verdadero sacrificio de una persona, que igual había estudiado medicina y era una especie de becario que él beneficiaba; con el mismo titubeo, guardé el documento y me retiré. Después me dediqué a narrar historias con detalle, de lo mucho que puede costarle a un ser humano, el tratar agradar a los demás, cuando de niño se le ha clavado en el corazón el infame pensamiento de que no es amado.

Pero él me dijo: «Te basta con mi gracia, pues mi poder se perfecciona en la debilidad». Por lo tanto, gustosamente haré más bien alarde de mis debilidades, para que permanezca sobre mí el poder de Cristo. Por eso me regocijo en debilidades, insultos, privaciones, persecuciones y dificultades que sufro por Cristo; porque, cuando soy débil, entonces soy fuerte.
(2 Corintios 12:9-10

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