Y sí, el viento movió hoy más fuerte las ramas del árbol de mi vida, más, eso no significa que no tenga oídos para escuchar tu sigilosa llegada, más aún, cuando con ansia te esperaba en la suave caricia del viento que te acompaña; viento de la tarde fría, que me hace levantar la mirada al cielo, cuando la melancolía y la pesadumbre hacen presa de mi ánimo decaído, cuando despido la luz del milagro que ilumina lo más hermoso de mi día.

¡Oh suave brisa silenciosa! Se asomaba ya, y en ello percibo tu amable presencia sanadora en los apacibles movimientos de las hojas, que gustosas, parecen que aplauden tu llegada, para llamar la atención del hijo ante la prodigiosa y divina figura de un Padre, sacudiendo así, a mi espíritu dormido. para despertarlo a la vida al decirle cuanto lo ama.

Son estas palabras de vida, más claras que el agua del pozo de Jacob, en el que Jesús, nos recordara, en la persona de la Samaritana, que sólo hay una manera de quitar nuestra sed espiritual, al tomar para nosotros el agua viva que brota de su corazón en forma de palabras.

Ojos que no ven más allá de lo que creen, es la realidad, oídos sordos a la verdad que sólo escuchan lo que quieren escuchar, sensibilidad nula del cuerpo que se autoflagela, esperando encontrar en ello el perdón, heridas que no cicatrizan por falta de amor al prójimo, oscuridad de todos los días, amiga de los pensamientos vanos, que nos alejan de nuestros hermanos y amenaza con hacer realidad la profecía.

“Puesto que no sois vosotros quien habla entonces, sino el Espíritu de vuestro Padre, el cual habla por vosotros” (Mt 10:20).

“Lo que os digo de noche, decidlo a la luz del día; y lo que os digo al oído., predicadlo sobre los terrados” (Mt 10:27.

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