Bájeme aquí, le dije al chofer del autobús, este respondió: Aún falta un buen tramo. Lo sé, pero prefiero caminar; era mi deseo pisar de nuevo aquellas calles que recorrí tantas veces de niño; mi mente se conectó de inmediato con un pasado hermoso, donde todo era para mí más que conocido, era parte de mí. De reojo pude ver la cara de embeleso de mi nieto Sebastián, que con los ojos entrecerrados, trataba de introducirse a la dimensión a donde mi narrativa lo estaba llevando, y cuando notó mi pausa, me tomó suavemente del brazo para sacudirlo, pensando que estaba dormido, pero la verdad, estaba más despierto que nunca, viviendo y disfrutando la ensoñación referida, y a cada paso que daba iba haciendo mías las miles de historias de las personas que habían pisado antes que yo aquel camino, y que seguramente no se habían percatado de lo que iban dejando a su paso y mucho menos que un soñador como yo, recogía con gran satisfacción, como aquel sembrador que habiendo depositando las semillas del campo en la tierra, esperó con paciente para levantar la cosecha.
Caminar ahora no me resulta tan fácil, sobre todo cuesta arriba, los años y mi peso, el desgaste mismo de mis rodillas, acaso me dan oportunidad de dar una buena zancada pero siempre casi rozando el suelo, más que me importa si doy pasos cortos o largos, lo importante es seguir avanzando, disfrutando del paisaje e imaginando lo que ocurre detrás de puertas y postigos cerrados o entreabiertos; ahora es cuando más agradezco a Dios que me permite seguir teniendo buena vista y oído, y qué decir del olfato, todos mis sentidos me son ahora más indispensables que nunca, y a esta hora en que he emprendido la marcha, siendo casi el medio día, huelo el aroma de las cocinas y adivino el tipo de sopa que habrán de comer este día, adivino también el guiso, y si están calentando las tortillas en hojalata o en las hornillas de la estufa, qué más da, puedo incluso, sentir el calor de la masa, puedo escuchar como preparan la mesa para degustar la comida.
Quiero llegar a mi destino y deberé tomar el atajo de siempre, he olvidado quien vivía en esa esquina, recuerdo cuando evocaba su nombre y con eso me servía de señal para dar vuelta a la izquierda y seguir por aquel camino empedrado donde no había más que árboles de pequeña estatura, de un verde pálido que yo achacaba al polvo que levantaba el viento o al paso de los pocos autos que tomaban, como yo, aquel atajo.
Me estoy emocionando, ya quiero llegar, falta poco, voy pasando de lado por el terreno de don Juan, ahí donde le da de comer a sus vacas lecheras, de hecho, escucho el quemador de nopal y veo a uno de sus empleados vaciando un costal del llamado mascarrote; sigo caminando, estoy un poco cansado, el sudor perla mi frente, pero la ilusión de llegar me quita lo fatigado, llegaré por detrás del solar del abuelo, veo la escuela y la cerca de piedra, antes el molino de doña Carmen la mama de Ramón, pura gente buena.
Sebastián detiene mi narrativa y sin más me dice: Abuelo, está próximo el tiempo de vacacionar en invierno, te voy a pedir una cosa, no te olvides de mí cuando emprendas el viaje a la Villa, déjame andar contigo aquel mágico camino que hasta la fecha te ha permitido soñar.
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