“No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados. Perdonad, y seréis perdonados.” (Lc 6:37)

Qué difícil resulta no sentirse lastimado con las palabras hirientes, todo parece iniciar con pequeños detalles que nos incomodan, y poco a poco, lo que comenzó con un insignificante desacuerdo, termina por ser una franca agresión verbal, con repercusiones psicológicas, donde salen a relucir cosas, que parecía habían permanecido guardadas precisamente, para sacarlas en esos momentos donde la ocasión es propicia para ventilar todo aquello que no nos agrada de las personas, y que en ocasiones, de ser una pareja ideal, un amigo extraordinario, una madre o padre admirable, un hermano inigualable, un hijo maravilloso, nos decepcionamos al escuchar que en realidad en esos momentos dejamos de serlo, al menos, para la otra persona con la que discutimos. Cuando llega la calma después de la guerra de improperios, y de existir verdadero amor, ambas partes empiezan a evaluar los daños, en ese instante, el reconocimiento de la poca valía del factor desencadenante del conflicto, atrae hacia ambos ofensores un sentimiento de arrepentimiento sincero, y buscan de manera discreta o abierta, el ser perdonados; si hay verdadero amor, llega el perdón sin condiciones y se restablece la armonía.

El guardar en nuestro pensamiento las cosas que no nos agradan de nuestros seres amados, o el no aceptar sus defectos, siempre dejarán una puerta abierta para generar conflictos, porque los seres humanos, por nuestra resistencia a amar como nos ama nuestro Señor Jesucristo, nos vuelve sumamente vulnerables al daño que proviene de nuestra instintiva naturaleza primitiva, donde al sentirnos agredidos, inmediatamente optamos por defendemos.

“Yo, empero, os digo, que no hagáis resistencia al agravio; antes si alguno te hiere en la mejilla derecha, vuélvele también la otra; y al que quiere armarte pleito para quitarte la túnica, alárgale también la capa; y al que te forzare ir cargado mil pasos, ve con él otros dos mil, Al que te pide, dale; y no tuerzas el rostro al que pretenda de ti algún préstamo” (Mt 5:39-42)

Cuando veas nubarrones acercarse a tu cielo, resguárdate bajo techo y espera a que pase la tormenta para que sigas tu camino, no desafíes al rayo y al trueno, porque el primero te puede fulminar y el segundo te puede aturdir.

Dios le de paz a nuestro corazón para que el amor sea más grande que la ofuscación. Dios bendiga el amor por nuestra familia y la mantenga siempre unida ante los embates distorsionados de aquellos que quieren retar la voluntad del Señor. Dios bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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