“Nos vemos acosados de toda suerte de tribulaciones, pero no por eso perdemos el ánimo; nos hallamos en grandes apuros, mas no desesperados, o sin recursos; somos perseguidos mas no abandonados; abatidos mas no enteramente perdidos” (2 Corintios 4:8-9).

Sí, las personas siguen caminando, yendo de aquí para allá, atendiendo tal vez sólo lo que consideran sus prioridades, mismas que en ocasiones no resultan estar directamente relacionadas con su satisfacción personal, pero sí con la tranquilidad como miembro de la sociedad, en lo que concierne al pago de impuestos y servicios públicos; después de ello, revisan su bolso o la cartera, para ver cuánto les ha sobrado para otros menesteres, que por cierto, también prioritarios, pero que por necesidad relegan a un segundo término, por lo antes dicho. Más todas esas tribulaciones no suelen ser suficiente motivo para acallar las manifestaciones propias de nuestra naturaleza; las sonrisas no cuestan, los abrazos tampoco, y qué decir de las buenas palabras, sobre todo, aquellas que denotan amor hacia los padres, los hermanos, el conyugue, los hijos, los nietos, y por qué no aceptarlo, también para todos nuestros buenos amigos, nuestros vecinos, compañeros de trabajo, la comunidad entera.

 Cuando nos dejamos abrumar por la pesadez de la carga de nuestra cruz, no pasa desapercibido, el hecho de que una gran parte de la misma, está dada por la precaria situación económica por la que atravesamos, ya sea por la falta de empleo, o de empleos bien remunerados; por la falta de buenos servicios públicos, que sin duda, repercuten sobre el bienestar social; más, habremos de reconocer, que más pesado aún que todas esas calamidades juntas, vasta un sólo motivo de carácter emocional, para enterrar todas nuestras esperanzas y acabar con toda nuestra energía: la falta del amor.

La mayoría de las expresiones mortificantes, emanan de un corazón desafortunado que no llega a conocer el verdadero amor, aquél que precisamente, emana de quien entregó la vida por nosotros para ponernos a salvo, el amor que proviene del divino Maestro, de nuestro Señor Jesucristo. Aquellos padres abrumados por la desesperación, engañados por la simulación, aquellos desafortunados hijos víctimas de la violencia desatada por la disolución familiar, todos, sin duda, afectados por la ceguera y sordera espiritual, que los llevó un día a olvidar sonreír; otro, a cómo abrazar; que olvidaron también decir las palabras precisas para no herir, para no desmoralizar, para no robar la esperanza.

No estamos solos, por más peso que llevemos a cuestas, pongamos nuestras tribulaciones en manos de Dios.

“Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallareis el reposo para vuestras almas. Porque suave es mi yugo y ligero el peso mío” (Mt 11:28-30)

Dios bendiga a nuestras familias y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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