“Hijo, alivia la vejez de tu padre, y no le des pesadumbre en su vida; y si llegare a volverse como un niño, compadécelo, y jamás lo desprecies por tener tú más vigor que él porque la beneficencia o caridad con el padre no quedará en el olvido” (Eclesiástico 3:14-15)

Cada quien defiende su verdad, pero en el sustento de una y otra, se podrá ver con claridad cómo el peso del desdén de los hijos, pesa más que la amargura del carácter de los padres. La queja suele ser siempre la misma: no tengo tiempo, y de ahí, derivar muchas vertientes justificantes de una mala actitud, tales como tengo muchos problemas, me siento muy cansado; mientras que por el otro lado, la vejez suele hacer invisibles a los padres y cuando éstos lo notan, suelen alzar la voz para ser escuchados, situación que va en su contra porque le da motivo a los hijos para alejarse de ellos bajo el argumento de que siempre están molestos, o de que nada les complace y sólo les gusta estarse quejando de lo mal que la pasan.

Un día, cuando mi nieta María José tenía cinco años, me preguntó la diferencia entre estar muerto y ser invisible; su duda se basaba en el hecho de que una vez que las personas mueren, ya no las puedes ver físicamente, entonces le inquietaba el hecho de no verlas más, aunque permanecieran en sus recuerdos, y siendo así, ella consideraba que no morían del todo, sólo eran invisibles a la vista de las personas vivas. Le contesté que invisible se define como alguien o aquello que no se puede ver, pero que la palabra se podía aplicar en otro sentido, inquieta como es, me pidió que se lo explicara, porque aseguró que en una ocasión, yo le había dicho a su abuela María Elena que me estaba empezando a sentir invisible; de ahí que le aclaré que lo había dicho en sentido figurado y lo que en verdad le estaba diciendo a su abuela, era que en ocasiones,  las personas,  ya sea en la familia o en el trabajo, pueden percibir que no se les toma en cuenta o en consideración para compartir  opiniones o para defender sus derechos, o simplemente para ser tomados en cuenta como personas, y resulta que conforme las personas envejecen, son sujetas a este tipo de maltrato a su dignidad.

Habiendo escuchado esto, María José suspiró profundamente y dijo: Entonces, yo te puedo seguir abrazando, porque realmente estas aquí y sólo eres invisible para aquellos que no te quieren ver. Le respondí: así es, María, tú me puedes ver porque me amas. La niña sonrió y me dio un fuerte abrazo.

Cuando empezamos a envejecer pareciera que vamos perdiendo valor para otras personas, esto resulta ser más doloroso cuando se trata de la familia, en ocasiones a los adultos mayores se les trata como niños y se les lastima emocionalmente.

Dios nos de sabiduría y humildad para reconocer nuestros defectos y enmendar nuestros errores y sea el amor a nuestro prójimo la mejor medicina que podemos dar y tomar para sanar todas las heridas.

Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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