“Todas las cosas las ha puesto mi Padre en mis manos. Pero nadie conoce al Hijo sino el Padre; ni conoce ninguno al Padre sino el Hijo, y a aquél a quien el Hijo habrá querido revelarlo. Venid a mí todos los que andáis agobiados con trabajos y cargas, que yo os aliviaré.” (Mt. 11:27-28)

Todas las cosas buenas que existen en el mundo, las creó Dios Padre para nosotros sus hijos aquí en la tierra. Mis ojos han visto maravillas, mis oídos escuchado el dulce trino de las aves, el sonido del viento y del trueno;  los más deliciosos aromas de las flores  y  aquél que se desprende, al roce del agua con las piedras y las plantas que crecen a las orillas de los arroyos y los ríos, han llegado con fidelidad a mi nariz; he probado cuanto sabores dispuso el Señor en mi boca; he tocado la suavidad y la dureza de todo cuanto existe, y he sentido el estimulante calor de la energía, que emana de mi espíritu y de las vigorosas palpitaciones de mi corazón, que me recuerda, que el Señor está conmigo, dándole  rumbo y sentido a mi existencia.

Si tenemos en nuestro haber tal riqueza, ¿por qué entonces habríamos de renunciar a ella, cuando los malos pensamientos, llegan en la oscuridad como ladrones, y pretenden robar tan valiosa armonía, y la paz interior que reina, por voluntad divina, en nuestro ser?

Con qué facilidad, nuestra fe cede, en muchas ocasiones, ante nuestro egoísmo y orgullo; y cuando llega el dolor a nuestra vida, antes que recurrir al bálsamo de amor que emana de nuestro Padre Dios, cerramos los ojos, bloqueamos nuestros oídos y renunciamos a nuestra sensibilidad, para abandonarnos en la amargura y sus lamentaciones. Fuertes y débiles a la vez, qué increíble paradoja, cuando siempre debemos de ser fuertes al amparo de la fuerza que emana de la fe. Sí, somos de carne y hueso, y por lo tanto, vulnerables a un sinfín de agentes que definimos como enemigos, pero olvidamos que somos también espíritu y que éste ha sido la herencia divina que recibimos de nuestro Padre celestial, de ahí que la fuerza espiritual, con mucho, puede vencer al mal que nos acecha.

Cuando nuestra fuerza humana decrece, cuando llegamos a sentir el cansancio al límite de nuestras posibilidades de resistencia, efectivamente, somos vulnerables; más, en esos momentos, no debemos de olvidar sacar la inagotable fuerza interior, la que se nutre con el amor que nos obsequia Jesucristo, con el amor que obsequiamos a nuestro prójimo.

“Tomad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallaréis reposo para vuestras almas. Porque suave es mi yugo y ligero el peso mío.” (Mt. 11:29-30).

Dios nos siga fortaleciendo con su amor y nos permita renunciar a nuestro egoísmo para fortalecer con nuestro amor a nuestro prójimo.

Dios bendiga a nuestra familia y bendiga todos nuestros Domingos Familiares.

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