Hace algunos años, recién iniciaban mis hijos sus estudios en la Universidad Autónoma de Monterrey, tuve la oportunidad de asistir a una conferencia donde escuché por primera vez el concepto de sociedad líquida.

Aseguraba el expositor, que a las nuevas generaciones les ha tocado vivir en un mundo dominado por la incertidumbre, provocada justo por la rapidez de los cambios que a diario se han venido suscitando y que se ve reflejada en una debilidad continua de los apegos emocionales, de los vínculos humanos que nos daban seguridad, reduciéndolos ahora a relaciones intermitentes, que generan lazos provisionales, inestables y frágiles.

Ya los científicos dedicados a analizar los fenómenos sociales que estaban modificando radicalmente las relaciones sociales, desde 1990 acuñaron este término para definir la pérdida de valores en el contacto entre los seres humanos.

Entre otras variables, destacaba cómo el instinto natural de apoyar y colaborar ha sido sustituido por un ánimo de competencia, lo que provocó que las normas éticas entraran en crisis.

Hacía referencia a los cambios que ha sufrido la relación del hombre con Dios, al considerar el poco tiempo que se dedica actualmente a la búsqueda de la espiritualidad, a la reflexión y a la toma de conciencia de la esencia de la vida, de la consecución de objetivos éticos y morales, del compromiso con una misión de vida, aprendidos desde la infancia con el apoyo de una relación cercana, con la práctica cotidiana de los principios religiosos promovidos por las distintas iglesias.

Ahora todo parece indicar que la felicidad estuviera en las tiendas y el placer de consumir, mercantilizando los sentimientos, a los cuales se les asignan fechas para celebrarlos, perdiendo así toda su esencia.

La importancia de sentirse parte de una comunidad que cubría las necesidades de socialización en medio de la convivencia entre amigos, trascendiendo al círculo familiar, y que ofrecía seguridad y confianza en la vida cotidiana, también se ha transformado.

Aquellas amistades sólidas que nacían al haber crecido juntos desde la infancia, sabiendo de quien eras hijo, donde vivías, en que trabajaban tus padres, quienes eran tus abuelos, cada vez más escasean por la necesidad de emigrar a las grandes urbes, donde la personalidad se ve fragmentada al tener que representar múltiples papeles en medio de un ambiente donde se es totalmente desconocido, obligados a cambiar de trabajo, de escuela, de departamento, cuantas veces sea necesario para sobrevivir, lo que ocasiona establecer relaciones poco profundas, eventuales y de interés momentáneo.

Quiero detenerme en la parte que más ha sufrido las consecuencias de esta sociedad líquida, como es la familia, formadora de seres humanos con vínculos emocionales fuertes, donde se construyen los apegos que nos dan la seguridad de sentirnos parte de un grupo sólido donde podemos encontrar estabilidad, apoyo y solidaridad. Sabernos acompañados y respaldados.

Los matrimonios de más de 50 años que formaban familias numerosas, con bases sólidas y fuertes, han pasado a formar parte de la historia. Poco a poco se han ido desapareciendo y cada vez son más escasos. Las parejas modernas no logran superar los primeros 5 o 7 años juntos, los divorcios son la constante que ha llevado a la integración de nuevas familias reconstituidas, formadas por una pareja con hijos no comunes de una relación anterior.

Frente a esa avalancha que amenaza continuamente los principios y valores universales custodiados por la familia, es urgente volver la vista a todo lo que se ha perdido en el afán de la modernidad, de la independencia y la realización individual.

Es en la familia donde aprendemos a ser solidarios, a ser compartidos y responsables; aprendemos el respeto por el otro y adquirimos también identidad propia; aprendemos a distinguirnos en la convivencia y a reconocernos en nuestras propias habilidades.

Es en el seno familiar donde los apegos despiertan nuestros mejores sentimientos y aprendemos a escuchar, a apoyar los esfuerzos y disfrutar los éxitos del otro. Donde se da la renovación generacional.

No podemos olvidarnos de todo ello y adaptar nuevos valores a nuestro gusto y necesidad, no podemos aceptar que lo individual se sobreponga al interés común, pasando por encima del derecho del otro, porque el futuro que se avizora tras este caos destruye la esperanza y da fuerza a la incertidumbre que día a día domina la vida del género humano.

No podemos dejar de visualizar como la desintegración familiar conlleva también a la destrucción del individuo, que se pierde en un mundo tan cambiante que apenas le da tiempo para adaptarse a su nueva realidad.

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