Caminaba por la calle cuando una persona se detuvo para saludarme y preguntó: ¿Usted es el que escribe en el periódico? ¿Su apellido es Beltrán? He de reconocer que me sorprendió la pregunta, pero más gusto me dio, que aún hayan personas que leen el periódico, y más, que lean mi columna, así es que me presenté ante él formalmente  y le agradecí la distinción de la que fui objeto, me disponía a retirar, pero el hombre aquel tenía ganas de platicar y continuó diciendo: ¿Por qué ya casi no escribe de sus nietos? Dejándome momentáneamente sin palabras, y continuó diciendo: Ya no hemos sabido nada del astuto Sebastián, de la nobleza de Emiliano, la ternura de Andrea, y si más no recuerdo hablaba también en algunas ocasiones  de Fernanda, la que se destacaba  haciendo gimnasia; y de la enigmática Valentina. Antes de que pudiera contestarle, pasó a describir algunas de las aptitudes y virtudes de la  perspicaz  e inquieta María José, la misma que se adjudicó el título de ser la nieta consentida, y qué decir de su hermanito José Manuel, émulo de apolo, de grandes y expresivos ojos, el sol de sus padres, dueño de la verdad, profeta y experto en medicina preventiva. Dicho lo anterior, aunque me enorgullecía el hecho de que recordara tantos detalles de mis artículos sobre mis nietos, no pude disimular  la expresión de tristeza que reflejaban mis ojos, amén de poder hablar, ya que sentía cómo un nudo en la garganta callaba a mi espíritu que quería liberarse de la sensación de soledad que en esos momentos me aquejaba, ya que mi respuesta se significaba por el hecho de reconocer que la tecnología estaba derrotando el amor, y aceptar que en esta ocasión tenía como cómplice a la pandemia de Covid-19, que a casi un año y medio, logró arrebatarnos de los brazos abruptamente el amor de nuestros nietos, poniendo de por medio la estrategia llamada sana distancia y que rompiera las cadenas de los abrazos, los besos y el amoroso acompañamiento en el tiempo.

Casi un año y medio, le bastó al temido virus Sars Cv-2 el sembrar la semilla del miedo en los corazones y seguir amenazándonos con extinguir la raza humana, no por el hecho de que pueda la mortalidad, por esa causa, ser la constante en el presente, sino porque las personas están cambiando de manera sustancial su naturaleza benevolente, convirtiendo a las relaciones humanas en un recuerdo.

La tendencia de las nuevas generaciones está conduciéndolos al individualismo, al pensamiento práctico del frío e insensible materialismo, tanto, que en adelante, el nacer y el morir serán despojados de la esperanza, en el caso del primero, despojarlo del disfrute de compartir su evolución integral con sus seres amados, que lo posesiona como un ser de incalculable valor en términos del amor; y en el caso de lo segundo, despojarlo de la verdad de la existencia de una vida después de la muerte, de ahí, que nuestra generación, tiene el compromiso y la responsabilidad ineludibles de aceptar la misión divina de preservar los verdaderos valores que distinguen a la raza humana, ponderando por sobre todas las cosas, el hecho de que  el valor más preciado que Dios le obsequió al hombre, es la vida, una vida que privilegia el amor por sí mismo y por el prójimo, teniendo como guía el Evangelio de Jesucristo, por todo ello, Dios  ha nombrado a nuestra generación: Los Ángeles de la Esperanza.

 

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