Un par de médicos pasantes rotaba por el servicio de consulta general del Centro de Salud donde presto mis servicios y fueron asignados al Núcleo Básico de Salud de mi responsabilidad, después de presentarnos mutuamente y de haber tenido una plática introductoria al servicio de consulta, uno de ellos me preguntó que cuál había sido una de las experiencias que más me había impactado durante mi desempeño profesional; medité un poco antes de responderle, pues daba un repaso a mi memoria y después de un par de minutos le dije: Sin desestimar la importancia de muchas experiencias, podría distinguir entre ellas una que me marcó para siempre, y es que resulta, que en medicina general estamos acostumbrados a ser muy objetivos para integrar nuestros diagnósticos, quisiéramos encontrar la ruta que nos marcan muchos textos para clasificar las patologías y tener así la certidumbre de que no estaremos equivocados al pronunciarnos; más, una cosa es la teoría y otra la práctica, y podría asegurarles, que antes de pensar en la enfermedad, deberíamos primero conocer al ser humano que pide nuestro apoyo para restablecer su estado de salud o para adaptarse a un estado de salud que determinara por necesidad un cambio importante en su vida. Definitivamente estoy de acuerdo con usted, dijo uno de los jóvenes médicos; pero ¿acaso en esta época se pudiera tener el suficiente tiempo y los recursos necesarios para integrar un diagnóstico que cumpla con todo lo normado? Recuerda, le contesté, que en toda época los médicos hemos enfrentado múltiples factores que obstaculizan nuestra labor, algunos son de origen político, otras religioso, otras culturales, económicos, de género, en fin, la lista es larga, pero los verdaderos médicos, los que no terminan de estudiar cuando culmina su enseñanza universitaria, buscan la manera de seguir buscando solución a la problemática de salud de nuestra comunidad. Bueno Dr. Beltrán, pero aún no nos ha platicado ¿cuál fue esa experiencia? Resulta que un día acudió a la consulta una persona que me dijo requería de un chequeo completo, porque él presumía haber adquirido un mal insidioso y altamente contagioso, mientras hablaba observaba con detalle la facies de su cara, su mirada, los movimientos de su cuerpo, el color de su piel, proceso en el cual la objetividad de mi capacidad médica no me decía nada, era como estar frente a un ser humano que a la inspección no denotaba datos patológicos, en el interrogatorio fue siempre muy congruente y bien coordinado, y durante la exploración se podría decir que objetivamente y a la palpación no encontré nada. Le comenté al paciente que no encontraba evidencia objetiva de su padecimiento y sería necesario practicarle algunos estudios de laboratorio; el paciente me contestó que si era necesario le diera las ordenes, pero antes me advirtió que no encontraría datos patológicos en las pruebas, porque el virus que había adquirido no dejaba rastros; intrigado le pregunte: ¿Por qué habla de un virus y si lo conoce dígame su nombre, entonces él se puso de pié, extendió su mano para saludarme y me dijo: tengo el virus de la Desesperanza. Los médicos pasantes mostraron sorpresa y comentaron: ¿Nos está vacilando verdad? No, no es vacilada, es una buena lección de vida que nos invita a tener presente que cuando estemos frente al paciente no debemos olvidar que estamos frente a una persona y no frente a una enfermedad.
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