De que Dios existe, existe, y de que escucha, escucha, eso lo creo y lo tengo bien comprobado.
Y sucedió que el primer día de trabajo, después del período vacacional de invierno, mi otro yo, el que se había exiliado y permanecía recluido en el claustro de la autocompasión, pagando una injusta condena al culparse del aparente sufrimiento de quienes simulan estar heridos para llamar la atención, de aquellos, los que esconden su vana intensión y continúan engañando con sus intrigas mordaces a los de noble corazón sin mediar compasión, y todo para tener el control en un entorno de confusión, aprovechándose del dolor de los que necesitan ser amados.
Mi otro yo, de pronto se vio liberado, al verse por la luz de la verdad iluminado, evaporándose las cadenas de humo, forjadas por el rígido escrutinio de los pensamientos de auto censura, que generan el sentimiento inmaduro de pensarse impuro, ante quién sólo pide que sea el amor el que reine en la vida de los mortales.
Mi otro yo, el olvidado, regresó y le sonrió a esa vida que también es muy suya y la había obsequiado, pensando que su Salvador se lo pedía, cuando en verdad siempre lo había invitado a no dejarse robar tan preciado legado.
Y vio que era bueno, porque siempre había sido amado, porque Dios así lo quería y escuchaba el lamento de aquél que vivía exiliado por el temor de ser condenado por sentirse feliz.
Y vio que era bueno, regresar con su todo a la vida, para compartir la felicidad que se había extraviado.

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