LA CARTA
Sí, lo recuerdo bien, era en tiempos de mi adolescencia, ese primer día, después de fingir que no existías, me armé de valor y fui a buscarte a tu casa con el pretexto de preguntar cómo era tu día, la verdad, yo anhelaba tu mirada con insistencia, y tú, con un dejo de indiferencia provocada por temor o por vergüenza, parecía que a propósito extraviabas tu mirada; he de confesar, que por mi audaz atrevimiento, la natural actitud de tu comportamiento me causaba un sentimiento de vergüenza y frustración, ésto, por sentir en ello, que no era bien correspondido, más, no escapaba a mi fino oído los fuertes latidos de tu noble corazón, que ante la ausencia de la luz de tus ojos para iluminar los míos, hablaba por ti, e invitaba al mío, a latir con la misma intensidad; cuando por fin levantaste la cabeza y me miraste, entonces, empecé a sentir cómo mi cuerpo empezaba a temblar, evidenciando con ello, la sutil huida del arrebato de aquella frágil valentía promovida por una emoción para mí aún desconocida; entonces, sin desearlo, bajé la mirada y como pude me disculpé, sin más me retiré, poniendo distancia entre los dos.
Sí, lo recuerdo, cómo no recordarlo, si me lo reproché tanto, que ya en la soledad de mi habitación, no pude contener el llanto motivado por mi cobardía, por eso, intenté dormir para olvidar aquella escena, y ésto llamó la atención de la madre mía, que pensando que estaba enfermo, se sentó en la cama para hacerme compañía y con suma ternura, tocando me cabello con sus delgados dedos, me preguntó por el origen de mi congoja; madre, le dije, ahora no me preguntes, me siento como una hoja seca desprendida del árbol de la vida; ¡seca! exclamó mi progenitora con tono de enojo, ¿a tus 15 años? yo que soy el árbol que te dio la vida no permitiría que ninguna hoja se desprendiera de mis brazos sin haber motivo.
La voz de mi madre empezó a quebrarse, lo sentí en mi corazón, y le dije: Madre te pido perdón por causarte este dolor, que siendo mío lo he hecho tuyo, comprobando con ello que, sí, soy un cobarde, porque no he podido enfrentar lo que sólo a mí me corresponde.
Mi madre me miró y dijo: Sólo una emoción grande puede mortificar tu alma de esa manera, ¿acaso te has enamorado? ¡Enamorado! ¿Qué es estar enamorado? Yo sólo quería que ella me mirara, les reproché a mis ojos tal atrevimiento, pues nunca me dio motivo para que llegara a tanto.
Mi madre guardó silencio y dos diamantes líquidos salieron de sus ojos y respondió: No hijo, no culpes a tus ojos, ellos nunca podrían equivocarse, más que enamorarte, has encontrado el amor que tanto necesitas, Dios te ha mirado antes con el mismo amor que ahora sientes.
Sí, lo recuerdo bien, cómo podría olvidarlo, a una mirada de Dios, nadie podría negarse, y a su bendito amor nadie podría renunciar, pues Él siempre estará contigo hasta el fin de los tiempos.
Correo electrónico:
enfoque_sbc@hotmail.com