Y llegada la noche, en la quietud de la alcoba, recostado en la cama y ansioso, miraba el interior de mi ser, buscándote estaba en la sombra perenne de mi pasión, en desvelo que mantiene por siempre mi eterna vigilia, evocando el recuerdo febril de los gratos momentos del gozo infinito, de los años mozos de nuestro glorioso pasado.
Y allá en la penumbra del espacio vacío, tu silueta divina dibujada a la luz de la luna, me obsequia el tesoro preciado que me hace sentir el único dueño de la gran fortuna, de poder tener a mi lado, a una mujer como no hay ninguna.
Y el sigilo sensual, que envuelve el ritual que me hace desear, que te baje estrellas y luna, para con su luz ancestral, poder apreciar que no eres un sueño, que eres real, y que vienes a mí, para hacer de nuestra alma sólo una.
Estas ya junto a mí, en silencio, más que callada, cuando quisiera oírte decir, que igual que yo estas emocionada, pero te siento como una aprendiz, temerosa y feliz, un tanto tímida y desconfiada, por lo que fuera a ocurrir, y yo me siento apenado, tal vez por no saberte tratar, tal vez temeroso de no poder hacerte feliz.
Y llegada la noche, dejamos partir la indecisión, el miedo, el reproche e hicimos del amor un derroche; y me preguntas después, que si he sido feliz, y al no contestar con prontitud tú pregunta, te incorporas en forma abrupta para reclamar mi conducta, al mirarme con lágrimas, apenas te pude decir, que más que feliz, me habías hecho sentir, como si hubiese sido nuestra primera noche.
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