A mediados del presente año, le regalé un par de zapatos a mi nieto mayor, él se sorprendió, pues no esperaba tal detalle, se quedó pensando si éste se debía a una fecha especial, pero no encontró relación alguna, entonces los tomó en sus manos, abrió la caja, pero no pasó desapercibido un detalle muy obvio y me dijo: Gracias abuelo, realmente no esperaba el regalo, checó la marca del calzado y coincidía con el de la caja que los contenía , después hizo alusión a la suave piel de borrego y al final comentó: No te ofendas abuelo, pero como que la suela no va con lo demás. Tienes razón, le contesté, la suela aunque también es nueva, no corresponde a la que traía desde su origen, lo que pasa es que cuando los compré, me quedaban apretados y tenía pensado llevarlos a hormar, pero por cosas del destino, tu abuela guardo la caja y por años no supe de ellos, hasta hace poco, y al querérmelos poner resultó que a los cuatro o cinco pasos, la suela se desintegró y como me costaron caros, pues decidí mandarlos con el zapatero para saber si se podían reparar, así es que les cambió la suela y el tacón, pagué por la reparación un buen dinero y ahora los zapatos valen más. Como vi que mi nieto dudaba, tal vez por el estilo tradicional del calzado, le pregunté si en realidad los quería, y el sin titubear dijo que sí, sólo que los usaría en ocasiones especiales.
Lo anterior me hizo recordar lo mucho que significaba para mí y mis hermanos el tener un par de zapatos en buenas condiciones, de hecho, siendo de familia numerosa, diez a saber, teníamos que turnarnos para que nos compraran zapatos y era requisito indispensable que realmente se necesitara de un par nuevo, para ello, a mi entender, había algunos indicadores precisos: Que la baqueta se agrietara en la punta y se saliera el dedo gordo por el agujero; que a mitad de la suela se formara un hoyo circular mayor de 3 centímetros y si éste ponía en contacto el calcetín con el suelo; si se doblaba el barretón lo suficiente como para que los zapatos parecieran pantuflas; si el tacón se gastaba los suficiente como para hacer que caminaras con cierto grado de cojera, en fin, serían cosas mías, pero a mí me funcionaban cuando quería cambiar de zapatos; pero antes de que tal proeza sucediera, debido a la precaria economía doméstica de aquellos años, se tenía la opción de que el calzado calificara para una renovación, así es que nuestro padre nos enviaba con un zapatero que de entrada nos ponía cara de pocos amigos, aludiendo que cómo era posible que maltratáramos tanto el calzado, pero una vez que se ponía a trabajar empezaba a bromear con nosotros. Cabe mencionar y con justicia, que el trabajo de renovación era de tal calidad, que difícilmente podías notar que eran unos zapatos viejos, porque hasta nos hacían ampollas en los talones de lo ajustado que los dejaba.
Si hubiese podido caminar descalzo, lo habría hecho, para no mermar la economía familiar, pero siempre tuve pies delicados, y ahora tengo que buscar zapatos muy acojinados para que los huesos no me duelan por las noches.
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