(Intro: Nunca la economía ha estado tan globalizada como ahora, pero nunca tampoco el concepto de soberanía ha estado tan vigente.)

¿Podríamos haber tenido una vacuna mexicana contra la COVID-19? ¿Podríamos haber tenido nuestro propio gas natural y evitar los apagones que semiparalizaron el noreste del país? Sí y sí.

¿Por qué no tenemos ni una ni otro? Por una sencilla, pero poderosa razón: la dependencia económica, tecnológica, científica, financiera y energética de México.

Si el Conacyt, en lugar de financiar proyectos de investigación de corporaciones privadas (que luego hacen deducibles de impuestos), hubiese fondeado la investigación biomédica pública nacional, como la que realizan el IPN, la UNAM o los institutos de salud pública, la vacuna “Patria”, que anunció el presidente AMLO la semana pasada, ya sería una realidad en este momento.

Cuba, un país asediado por el embargo comercial, pero con un sector y un sistema de investigación de salud pública muy robustos, lanzó ya su propia vacuna, la “Soberana”; lo logró antes que las otras naciones latinoamericanas.

México ha destinado 33 mil millones de pesos para adquirir las vacunas. Si hubiese tenido de pie su sistema de investigación de salud pública —desmantelado y en el olvido hace dos décadas—, con la décima parte de lo que hoy está gastando ya tendría la vacuna “Patria” aplicándose de manera masiva.

Pero la visión neoliberal de la salud pública que dominó en las últimas décadas apostó a su privatización, no a su evolución. Con los resultados bien conocidos: déficit de profesionales de la medicina, falta de hospitales y clínicas de especialidades, deshumanización de la atención al paciente y la “paracetamolización” del cuadro de medicinas básicas.

Una de las lecciones que ha dejado la pandemia es precisamente que los países deben fortalecer la prestación, la infraestructura médica y la investigación en el sistema de salud pública, sobre todo porque, debido al calentamiento global y a la contaminación, las amenazas de pandemia serán cada vez más frecuentes.

Con el gas natural, un combustible limpio y amigable con el medio ambiente, pasó algo similar. México posee el tercer yacimiento más grande de gas shale o de lutita en el mundo. Con probables 545 billones de pies cúbicos de gas natural, la Cuenca de Burgos, que abarca el norte de los estados de Coahuila, Nuevo León y Tamaulipas, garantizaría el abasto energético y el crecimiento económico del país durante la próxima generación.

Para ello, Pemex requiere triplicar la inversión que actualmente ejerce en este renglón (18 mil mdd anuales), además de cambiar la técnica de extracción del fracking, por otra menos contaminante. Desde la perspectiva neoliberal, esta inversión resultaba “irracional” o “antieconómica”, porque era más barato comprar gas en Texas que extraerlo en México.

Y con esta visión tecnocrática hicieron al país altamente vulnerable y dependiente de las decisiones energéticas no de otro país, sino de un estado integrante de la Unión Americana, Texas, que ante una emergencia primero buscó proteger el bienestar de sus habitantes que el de su cliente y vecino principal, como debe ser.

Nunca la economía ha estado tan globalizada como ahora, pero nunca tampoco el concepto de soberanía ha estado tan vigente para atender políticamente tanto la emergencia sanitaria como la emergencia energética que enfrentamos en estos días.

Por eso, vacunas y gas son las dos caras de una misma dependencia carísima.

ricardomonreala@yahoo.com.mx

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