Caminaba por la banqueta del frente de la casa grande, después de haber ayudado a la tía Chonita con el acomodo de mercancías, en la bodega de la tienda de abarrotes, eran las 12:00 horas de aquel día que parecía igual al día anterior, pero que resultó memorable para mí, pues me detuve a medio camino al observar unos grabados circulares que adornaban las placas de cemento de la banqueta, acaso tenía yo 10 años en el momento de descubrir lo que seguramente no significaba nada para la mayoría, pero que me remontaba años atrás, tal vez a los 3 ó 4 años de edad, cuando la curiosidad era parte importante de mi diario vivir; recuerdo que en aquella ocasión me tiré al suelo y me puse a observar detenidamente los grabados, preguntándome si habían utilizado un molde o únicamente un vaso que presentaba un ranurado en la base y que al presionarlo sobre el cemento fresco dejaba impreso una especie de rueda dentada; observar y analizar el grabado me llevó algunos minutos, hasta que una melodía que anteriormente había escuchado, precisamente en el horario citado, era una polka que servía de alerta a las amas de casa de San Francisco, Santiago NL., para que iniciaran el proceso de elaboración de alimentos para la comida; entonces yo me levantaba de la banqueta y corría a la cocina de la casa grande para observar a mi preciosa abuela Isabel iniciar la magia que despertara mi apetito; recuerdo que ella colocaba de dos a tres tomates en una de las hornillas de la estufa y cuando empezaba a desprender la piel, los sacaba y me pedía que la desprendiera, colocaba los tomates en el molcajete y empezara a macerarlos para preparar la salsa para la sopa de fideo, éstos se encontraban en un sartén, donde previamente habían sido sometidos al fuego para tostarlos un poco y después vaciar el contenido de molcajete en el mismo y agregarle agua previamente calentada, mi abuela solía retirarme un poco de la estufa, pues temía que pudiera sufrir alguna quemadura, pero para mí era indispensable aspirar el aroma que se desprendía de aquella fórmula magistral y ya extasiado, me dirigía a la calle para pasar por enfrente de algunos hogares de los vecinos, entre ellos el de Cecilia y Carmela, para corroborar que se encontraban en la misma fase del proceso mencionado.

Caminaba por la banqueta del frente de la casa con la esperanza de volver a sentir aquella maravillosa sensación de que el mundo era maravilloso y que no había milagro más grande después de la vida, que el saber que existían mis abuelos Isabel y Virgilio.

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