Resuena en mis oídos un consejo de mi padre, que se repitió con frecuencia en cada uno de sus hijos.
“Estudia una carrera m’ijo, porque es la única herencia que te puedo dejar”.
Crecí con esa visión, al igual que mis hermanos. No todos lo pudieron lograr, pero luchamos por ello durante los años mozos.
Para el viejo, una carrera profesional era como una llave para el arcón del dinero. En su visión sólo así saldríamos del nivel económico mediano para abajo que su trabajo le permitía, aunque siempre con una dignidad intachable.
¿Qué diría mi padre si viera lo que significa hoy ser un profesional académico?
Sufriría una decepción sin duda, porque hoy esos profesionales son quienes más problemas sufren para conseguir un empleo o sobrevivir por iniciativa propia. Y lo que es peor, cada año es más difícil este escenario para ellos.
Le daré unas muestras que retratan este panorama.
Hoy, un egresado universitario, dependiendo del área elegida, percibe un promedio de 13,800 pesos mensuales en los casos de arquitectos o médicos. Algunos un poco más, otro mucho menos, como los licenciados en Artes o Humanidades, que ni siquiera reciben 10 mil pesos en lo general.
Frente a ellos, cita un estudio de la Secretaría del Trabajo y Previsión Social, llamado “Tendencias del Empleo Profesional”, una persona del mercado informal percibe, por citar sólo unos ejemplos, más de 15 mil pesos al mes por vender botellas de agua, dulces o alimentos en la vía pública. Sin estudios, sin preparación, sólo con las ganas de salir adelante.
¿De qué sirvieron entonces los cuatro, cinco o hasta más años en las aulas, en laboratorios, en despachos, en las computadoras, si no hay empleos adecuados?
Salvo honrosas excepciones, no de mucho.
Viene al caso esta cauda de datos y reflexiones, por el objetivo del actual gobierno federal de crear cientos de universidades y permitir el ingreso a ellas de quien se le pegue la gana. Un propósito loable en cuanto a la formación profesional, pero en muchos casos, en millones de casos, notoriamente inútil en lo que a elevar la calidad de vida se refiere.
¿Por qué este drama en quienes con un título universitario o de un tecnológico parecían integrar la nobleza laboral mexicana?
Un buen amigo, profesional, que se adelantó en la partida final, me lo explicó un día. O mejor dicho, me ofreció su opinión, particularmente acertada en mi juicio.

Decía: “Cuando joven, entrar a la universidad costaba mucho, No en dinero, sino por los pocos espacios que ofrecía. Quien lo lograba solía dar lo mejor de sí para graduarse y el resultado era un profesional altamente capacitado, mano de obra calificada en muchos casos hasta en nivel de excelencia”.
Proseguía: “El desplome fue cuando la universidad se abrió para quien se le antojara, aunque no tuviera ni la mínima vocación para una carrera o que no le importara un cacahuate salir titulado. Así empezó el tronadero y las matrículas que empezaban rebosantes se reducían en los cinco años a un puñado. Dos o tres de cada diez cumplían completo el curso. Y muchos, mal”.
Y su conclusión: “El gran error fue permitir que los exámenes de admisión se volvieran sólo un trámite y dejaran de ser un filtro. Ahí tienen a abogados trabajando de cobradores, a médicos como ayudantes de farmacia, a administradores como vendedores de seguros o como periodistas. Demasiados no tienen vocación y los que sí la tienen no encuentran empleo”.
Este crudo escenario adelanta lo que podrían ser las universidades, muchas de ellas “patito”, que el gobierno federal pretende crear: Un vivero de desempleados.
Mientras tanto, siguen haciendo mucha falta mecánicos expertos, electricistas preparados, técnicos eficaces en construcción o en hotelería, carpinteros en nivel de artista y reporteros con un mínimo de conocimientos de redacción.
Y no menosprecie esos oficios: Muchos ganan hasta cinco veces lo que un ingeniero, médico o abogado, con título universitario…

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