Y resulta, que estando MarÃa Elena y yo sentados en la mesa del comedor, durante la sobremesa, dialogábamos sobre la verdadera conversión de los seguidores de Jesucristo; nos preguntábamos si ambos habÃamos recibido como primer paso el llamado de Dios, y reconocimos con humildad, que de manera distinta, pero certera, habÃamos entrado en el camino al proceso citado, lo que nos permitió ampliar el tema con nuestra enriquecedora experiencia, aunque a decir verdad, tenÃamos algunas diferencias, pero, que de ninguna manera descalificaba el sentir de nuestra intensión; hablamos también, del arrepentimiento sincero de nuestros actos, de aquellos que riñen con el Evangelio de Cristo, y recordamos el Sacramento del Bautismo, mismo que nos purificó, para estar en condiciones de formar parte de la Iglesia cristiana al recibir el EspÃritu Santo, que nos prepara para recibir las mejores cosas de Dios en la vida, y esperar, conforme a nuestra fe, el regreso de Jesucristo, para aspirar a la vida eterna.
En un punto de la discusión, en lo particular, sentà muy cerca la presencia del EspÃritu divino y con él, la presencia de Jesús, permitiéndome hablar con sorprendente fluidez, hasta llegar a un momento en el cuál, ya no me fue posible seguir hablando por experimentar un sentimiento que generó en mÃ, una inexplicable emoción, a lo que MarÃa Elena entendió y guardó silencio, terminando de esa manera la conversación citada, mas no la comunión , pues ésta se trasladó a otro sitio, pues alguien más necesitaba sentir la misericordia del Señor, y saber, que no estarÃa solo en los momentos en los cuáles, su espÃritu estuviese enfrentando presiones, y con ello, dando lugar a sentimientos de pérdida u orfandad.
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